Capítulo 12

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Amanda no podía creer lo rápido que había pasado el día y lo amable que era todo el mundo con ella en Ideas Bárbaras, especialmente su jefa.

De unos treinta años, Susan era una morena atractiva, casada, con una niña de tres años y otro en camino. Era una persona amable y, a la vez, eficiente y muy precisa con las instrucciones. Sabía lo que quería y esperaba que las cosas se hicieran a su manera.

Amanda estaba acostumbrada a eso. En Jackson & Phelps la habían entrenado bien.

Pero prefería Ideas Bárbaras porque había un ambiente de trabajo muy agradable. Eran pocos empleados, unos veinte, y casi todos asomaron la cabeza en su despacho para saludarla.

Bueno, llamarlo «despacho» no era del todo apropiado. Más bien, un cubículo. La sala de trabajo de Ideas Bárbaras era un espacio abierto separado por paneles. El de Susan era grande pero nada elegante, con muebles de pino, sin moqueta, sin puerta, con una ventana que daba a la calle.

Aun así, era una zona limpia y funcional, con ordenadores de última generación. A Amanda le encantó trabajar con un Macintosh G5, mucho más rápido que su Imac.

Afortunadamente, porque su predecesor había dejado las cosas patas arriba. Tenía tanto trabajo que, cuando llegó la hora del almuerzo, decidió comer un sándwich en su mesa. Marisol, la recepcionista, le llevó un café.

«Seremos buenas amigas», pensó Amanda.

Sólo pudo descansar un poco después de comer y aprovechó para hacer tres llamadas. La primera, al restaurante, para decir que dejaba su trabajo. Afortunadamente, no le pusieron ninguna pega. La segunda, a la guardería para avisar de que llegaría tarde. Como esperaba, a Emily le dio lo mismo... ¡niña traidora! La tercera, a Dora, que se puso a dar saltos de alegría cuando le dijo que había conseguido el trabajo.

Desgraciadamente, no pudo contarle nada sobre el fiasco de los hermanos Sandoval porque Susan estaba a su lado.

En realidad, le gustaba trabajar cerca de Susan. Aparentemente, en Ideas Bárbaras cada director creativo trabajaba con un diseñador gráfico a su lado, como una especie de ayudante personal. Y, en su opinión, ésa era la mejor manera de entrenar a futuros directores creativos. Ahora entendía que Harry Wilde nunca hubiese tenido que contratarlos en otras agencias. No le hacía falta.

—Hora de irse, chicas. Son las cinco.

Amanda giró la cabeza al oír la voz de Maximiliano. Estaba apoyado en el panel y tuvo la impresión de que llevaba ahí un rato. Le sorprendía haber podido apartarlo de sus pensamientos durante casi todo el día. Pero, en cuanto sus ojos se encontraron de nuevo, volvió a sentir un escalofrío.

Lo deseaba igual que lo había deseado el viernes por la noche, pero ahora el deseo iba acompañado de miedo y preocupación.

Su vida desde que Emily nació había sido tan sencilla... Quizá un poco aburrida y sí, solitaria a veces. Pero sin estrés.

Si mantenía una relación con Maximiliano Sandoval, aunque fuera una relación fortuita, él empezaría a hacer demandas sobre su tiempo. Y, como madre soltera con un trabajo de nueve a cinco, Amanda sabía que no tendría mucho tiempo libre.

—¿Qué tal nuestra nueva chica, Susy?

—Estupenda —contestó ella—. Es muy buena en su trabajo. Y sospecho que será muy buena en el mío también. Algún día —añadió, haciéndole un guiño.

Amanda no sabía qué decir como respuesta a tantos halagos, de modo que se quedó callada.

—Será mejor que nos vayamos —dijo Maximiliano entonces—. A esta hora hay mucho tráfico. Voy a llevarla a casa —le explicó a Susan—. Tiene que ir a buscar a su hija a la guardería y no sabe si llegará a tiempo.

—Sí, ya me ha contado que vas a rescatarla —sonrió Susan—. Bueno, pues adiós. Y gracias por todo. Nos vemos mañana a las ocho y media.

—¿Ocho y media? —repitió Max—. Pensé que el horario era de nueve a cinco.

—Amy y yo hemos decidido que nos viene mejor de ocho y media a cuatro y media. Las guarderías abren a las ocho y así tenemos más tiempo para estar con las niñas por la tarde.

—Ah, muy bien —se encogió él de hombros.

Ese gesto le recordó a Amanda que los hombres como Maximiliano Sandoval no tenían hijos de los que preocuparse. Sólo se preocupaban por sí mismos.

Los hombres hacían eso muy bien, se recordó a sí misma. «Así que no pienses que va a llevarte a casa por solidaridad. Te lleva a casa porque quiere ligar contigo».

Le sorprendió que ese pensamiento no le pareciera mal. Quizá no debería haber estado sola tanto tiempo, se dijo. Conteniendo un suspiro, Amanda apagó el ordenador, tomó el bolso y se levantó.

—Adiós, Susy. Gracias por ser tan amable conmigo. Hasta mañana.

—Es una chica encantadora, ¿verdad? —sonrió Max mientras bajaban en el ascensor.

—Sí, mucho —asintió ella—. Y muy buena en su trabajo.

—Harry no contrata a nadie que no lo sea.

—Espero que no se lleve una desilusión conmigo.

—Estoy seguro de que no será así. Por aquí —murmuró Max, cuando las puertas se abrieron. Estaban solos en el garaje, pero no la tocó, no se acercó siquiera—. Es éste —dijo, deteniéndose ante un elegante coche plateado.

El interior era de cuero gris y olía a nuevo. Amanda no sabía qué modelo era y no pensaba preguntar. Ella no sabía nada de coches. Lo cual le recordó...

—Por cierto, no voy a alquilar un coche todavía.

—¿Por qué no?

—Antes de lanzarme de cabeza, me gusta pensar las cosas bien.

—¿Eso es una costumbre, un hecho o una advertencia para mí?

—¿Necesitas una advertencia?

Max arrancó y salió del garaje sin decir nada. Y siguió en silencio hasta que tuvo que detenerse en un semáforo.

—Mira, dejémonos de jueguecitos —le espetó, volviéndose para mirarla—. Fuiste al bar la otra noche buscando compañía masculina. Si no te hubieran dicho que yo era un hombre casado, te habrías acostado conmigo.

Amanda decidió que había llegado el momento de decir la verdad. No tenía por costumbre ir a bares a ligar con extraños.

—Nadie me dijo que estuvieras casado —le confesó, levantando la barbilla—. Me lo he inventado.

—¿Qué? Primero dices... ¡bah, vete al infierno! —exclamó él, mientras arrancaba de nuevo.

—¡Conduce y escucha! —le espetó Amanda, con el tono que usaba para meter a Emily en la cama cuando se ponía revoltosa.

Max obedeció, sorprendido por el tono autoritario. Su silencio le dio la oportunidad de contarle la verdad, empezando por su trabajo como señuelo para una agencia de detectives porque necesitaba el dinero. Le contó que odiaba ese trabajo y lo había dejado, pero que tuvo que hacerlo por última vez para poder comprarle a Emily un buen regalo de Navidad.

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