De repente, un hombre se sentó en el taburete de al lado, devolviéndola a la realidad.
—¿No nos hemos visto antes, guapa? —le preguntó el tipo, con aliento a cerveza—. ¿Puedo invitarte a una copa?
Debía tener unos cuarenta años, bajito y borracho, con un traje barato en nada parecido al traje italiano que llevaba su objetivo.
—No, gracias —dijo Amanda, muy digna—. Me gusta pagar mis copas.
—Una de esas feministas, ¿eh? Mejor para mí. Así me sale más barato.
—Y también me gusta beber sola —insistió ella.
El borracho soltó una risotada.
—Una chica tan sexy como tú no debería hacer nada sola. ¿Qué te pasa, cariño? ¿Tu novio te lo hizo pasar mal o es que no soy suficientemente joven para ti? Créeme, sigo teniendo lo que hace falta. Mira, deja que te lo enseñe...
El tipo estaba, literalmente, intentando bajarse la bragueta cuando salió despedido del taburete.
—Deje que yo le enseñe algo, amigo... la puerta.
Amanda observó, boquiabierta, cómo su objetivo, convertido en caballero andante, llevaba al borracho hasta la puerta del local. Intercambió unas palabras con el de seguridad y, mientras la maza se llevaba al borracho, su caballero andante volvió a la barra.
Y aquella vez, Amanda se encontró admirando algo más que su cara.
Sus anchos hombros, por ejemplo. O cómo había manejado la situación. Y su sonrisa.
Esa sonrisa era pura dinamita. Y algo más... pero nada puro.
De repente, volvió a sentir el anhelo de estar en los brazos de un hombre guapo. Y aquel hombre era guapísimo.
Pero estaba casado, se recordó a sí misma. Y sentándose en el taburete que había dejado vacante el borracho.
Amanda recordó entonces lo que Dora había dicho: que no era justo enviar a alguien como ella para tentar a un hombre.
Pero la rubia era muy atractiva. Si quería sucumbir a la tentación, ¿por qué no lo había hecho con ella?
A lo mejor no le gustaban las rubias, pensó. A lo mejor le gustaban las mujeres morenas de piernas largas. A lo mejor le gustaban las mujeres que no eran tan descaradas.
Había muchas razones para que un hombre se sintiera atraído por una mujer y no por otra.
Y se sentía atraído por ella. Podía verlo en sus ojos. Y en su sonrisa.
—Gracias —dijo Amanda.
—Puedes invitarme a un whisky con soda para agradecérmelo —sonrió él—. A menos que lo de beber sola lo hayas dicho de verdad.
«Vete de aquí ahora mismo, chica», le decía su conciencia. Aquel tipo era peligroso.
—Sólo intentaba librarme de él —se oyó decir a sí misma.
—No sabes cuánto me alegro. ¿Quieres tomar algo? Después de todo, un caballero no deja que una señora lo invite a una copa.
«Sólo estoy haciendo mi trabajo», se dijo Amandaa sí misma. Para eso la pagaban, para tontear con el objetivo, para comprobar qué clase de hombre era.
Sí, pero no debería disfrutar, pensó.
—Una Coca—Cola Light, gracias.
El levantó una ceja.
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El Regalo Ideal
RomanceNo siempre lo material es el mejor regalo y no hay nada más hermoso que dar sin necesidad de recibir algo.