Debería haber imaginado que Max encandilaría a Dora y a Emily. Era un seductor, desde luego. Cuando entraron en la cocina, con la niña recién bañada, tenía a Dora comiendo de su mano.
En cuanto a su hija... el propio Santa Claus no podría haberla emocionado más. Emily insistió en sentarse al lado de Max, que la trataba como no la había tratado nadie. Como si fuera una princesita.
Pero la preocupación de Amanda por si su hija de que se encariñaba demasiado con un hombre que sólo iba a estar temporalmente en su vida desapareció cuando vio lo contenta que estaba. Cuando llegó la hora de irse a la cama, mucho más tarde de lo normal, Emily le suplicó a Max que le leyese un cuento. Y lo hizo. Muy bien, además.
Naturalmente, cuando terminó el primer cuento, le pidió otro. Herencia familiar, pensó Amanda, las Cáceres siempre querían más.
Max le leyó otro cuento. Y otro más hasta que, por fin, se quedó dormida.
-Ya puedes dejar de leer -murmuró Amanda desde la puerta, donde había estado observando.
Max levantó la mirada.
-¿Qué? Pero tengo que descubrir si Willie Wombat encuentra a su padre -protestó, con un brillo burlón en los ojos y la más encantadora de las sonrisas.
Amanda apartó la mirada.
-Muy bien. Llévate a Willie Wombat al saloncito y termina el cuento mientras yo la arropo. Enseguida te acompaño a la puerta.
-¿No me invitas a un café?
-No. Es tarde y mañana tengo que ir a trabajar. Y tú también.
-Soy el jefe. Puedo llegar tarde.
-Pero yo no. Estoy a prueba durante tres meses.
-¿Quién ha dicho eso?
-Susy. Aparentemente, es una regla de Harry Wilde. Si un nuevo empleado no lo hace bien durante los primeros tres meses, le dan la papeleta de despido.
-No sabía eso -murmuró Max-. Pero, claro, Harry no esperaba que yo tuviera que contratar a nadie... ¿Lo de estar a prueba te preocupa?
-No, sé hacer mi trabajo. No hay problema.
-Estoy seguro de que no habrá ningún problema.
Max se incorporó, mirando la camita que había al lado de la de Emily. Pero Amanda lo empujó hacia el saloncito. Se alegraba de compartir habitación con su hija... y también de que su cama fuera individual. Eso eliminaba tentaciones.
-No te pongas demasiado cómodo -le advirtió, burlona-. Iré enseguida.
Maximiliano no contestó, pero la miró de una forma...
No debería haber dicho nada. Durante la cena apenas había abierto la boca porque Dora y Emily se encargaron de animar la conversación. Y Max, claro.
Cuánto hablaba ese hombre.El problema era que siempre contaba cosas interesantes. Y divertidas. Pero no había hablado de sí mismo. Estaba concentrado en Dora y en su hija.
Su casera debía haberle contado la historia de su vida mientras hacía la cena, desde su infancia hasta la muerte de su marido y luego los años cuidando de su madre. Incluso le había contado lo disgustada que estaba con su hermano por no haberla ayudado a cuidar de su madre, algo que ni siquiera le había contado a Amanda.
Emily le hizo una descripción, minuto a minuto, de lo que hacía en la guardería, deteniéndose de cuando en cuando para recibir una palabra de ánimo o de consuelo. Y Max estaba muy atento.
Amanda sonrió mientras tapaba a su hija con el edredón. Menuda gamberrilla. Y una coquetuela, además, pestañeando como una muñeca mientras hablaba con Maximiliano.
Amanda no había pestañeado ni una sola vez en toda la noche. Pero, a pesar de haber mantenido las distancias, seguía afectándola. Una sonrisa aquí, una miradita allá...
Ah, sí, la afectaba. La hacía desear cosas que no quería desear. No sólo sexo, más. Mucho más.
Era un demonio, tentándola, atormentándola. Sabía que debía resistirse, pero temía que fuera una batalla perdida. Lo único que podía hacer era salvar su orgullo no rindiéndose enseguida.
Amanda sospechaba que Maximiliano Sandoval siempre había ganado con demasiada facilidad. Le sentaría bien tener que esforzarse.
Se preguntó entonces cuántas mujeres habría habido en su vida desde que se divorció. Y, por supuesto, no pensaba contarle que él era el primer hombre al que había mirado desde Mario...
-Ya está -dijo bruscamente, entrando en el Saloncito-, Vámonos.
Max estaba sentado en el sofá, frente a la televisión. Se había quitado la chaqueta y la corbata y parecía muy cómodo. Como si estuviera en su casa.
Amanda sintió un escalofrío.
-Tienes una hija muy inteligente -dijo Maximiliano, levantándose-. Y encantadora, además.
-Al contrario que su madre, ¿no? -sonrió ella, cruzándose de brazos.
-Bueno, yo sospecho que la madre puede ser incluso más encantadora que la hija -contestó Max, acercándose un poco más-. En las circunstancias adecuadas, claro.
-No me toques -le advirtió Amanda.
Max dio un paso atrás, sorprendido.
-Te estás portando de una forma absurda, ¿no te parece?
-No pienso acostarme contigo estando mi hija en la habitación de al lado.
-Yo no había pensado acostarme contigo. Pero quizá un beso... o dos.
-Los hombres como tú no se contentan con un beso.
-¿Los hombres como yo? Sospecho que eso no es un halago. Ah, ya entiendo, me has colocado junto con los otros divorciados que buscan un trofeo. O quizá con los canallas de los que me has hablado antes, los que creen que una madre soltera es una mujer desesperada. ¿Tengo razón?
-Más o menos.
-Pues te equivocas. Yo no soy así.
-Eso dices tú -murmuró Amanda.
-No he estado con una mujer desde que me divorcié -suspiró Maximiliano.
Ella parpadeó, sorprendida. Había pasado un año desde que se divorció. No era posible. Un hombre como él, tan guapo, tan viril. Las mujeres se le habrían echado encima.
-¿Por qué? ¿No te interesa el sexo?
Max rió, bajito.
-Ya te gustaría.
-Pero...
-Después del fracaso de mi matrimonio me volví receloso y muy selectivo. No me apetecía darme un revolcón con una desconocida, quería una relación de verdad con una mujer inteligente que quisiera las mismas cosas que yo.
Una mujer soltera, interpretó Amanda. Una que le daría compañía y sexo, pero no esperaría que hiciera el tradicional papel de marido y padre de sus hijos.
Pero una madre soltera no podría aceptar eso. Al menos, de forma permanente.
-Y entonces, el viernes pasado, fue como si me golpeara un rayo -siguió Max-. Apareciste tú y, de repente, me daba igual quién fueras. Sólo quería acostarme contigo, estar contigo, hacerte el amor apasionadamente.
Amanda apartó la mirada para que no viera el mismo deseo en sus ojos, pero él la obligó a mirarlo.
-Tú también deseas eso -dijo en voz baja-. No lo niegues. He visto el deseo en tus ojos. Y el miedo. Crees que voy a hacerte daño. A ti y a Emily. Pero no lo haré, te lo prometo. Me arrancaría el corazón antes de hacerte daño. Tú eres muy especial... y tu hija también. Confía en mí, no soy una mala persona. Bésame Amanda Cáceres.
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El Regalo Ideal
RomanceNo siempre lo material es el mejor regalo y no hay nada más hermoso que dar sin necesidad de recibir algo.