Capítulo 21

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Max la miró, sorprendido.

—¿Por qué no me habías dicho nada?

—Porque... no quería.

—Y te lo has guardado... para usarlo contra mí.

—No, no es eso.

—Sí lo es.

—¿Habría cambiado algo? Te acostaste con ella, ¿no?

Max hizo una mueca.

—Mira, fue hace tres meses y sólo ocurrió una vez. Nos encontramos en su apartamento cuando el divorcio estuvo finalizado... tomamos demasiadas copas y ella dijo «¿por qué no?, por los viejos tiempos». Si no hubiera estado un poco borracho, no habría pasado, te lo aseguro. Y lo lamenté después. No te imaginas cómo. Ni siquiera nos gustó porque los dos estábamos ebrios...

—Ya veo.

—No te lo dije porque no quería que pensaras que era uno de esos tipos que se divorcian y siguen acostándose con su mujer cuando les apetece. Lo siento, de verdad. No intentaba engañarte. Sólo quería convencerte de que lo que me pasa contigo no me había pasado nunca. Te deseo, Amy, más de lo que he deseado nunca a nadie. Y sé que tú me deseas también. Por favor, no busques excusas para apartarte de mí.

Ella sabía que Maximiliano Sandoval podría convencer a cualquiera de cualquier cosa. Pero había sinceridad en su voz. Tenía que estar diciendo la verdad.

—¿No has estado con nadie más?

—Que me muera ahora mismo.

—Yo no quiero que te mueras —dijo Amanda entonces, enredando los brazos alrededor de su cuello—. Te quiero vivo.

Max no esperó más; buscó su boca con un beso lleno de ansia. Sus lenguas se encontraron, bailaron, exigieron. Se apretaban el uno contra el otro, restregándose.

—No, otra vez no —jadeó él, apartándose—. No he esperado una semana para esto.

A Amanda le daba vueltas la cabeza, pero estaba de acuerdo. Tampoco era eso lo que ella quería. Lo quería denudo, dentro de ella. Lo quería todo. 

Levantó la mano para quitarse la cinta del pelo...

—No, déjame a mí.

Maximiliano empezó a desnudarla como no lo había hecho ningún hombre. Lenta, sensualmente, con los ojos cargados de deseo y las manos temblorosas. Primero le quitó la falda, dejándola sólo con la tanga.

—Levanta los brazos —le ordenó. Amanda obedeció mientras él tiraba del top hacia arriba.

La acción cubrió sus ojos durante uno o dos segundos y se excitó al imaginar cómo la vería él, con los brazos levantados, la cara tapada, su cuerpo medio desnudo expuesto a su mirada. Nunca había tenido la fantasía de ser una esclava... pero la tenía ahora. Se imaginaba a sí misma siendo comprada por él, prisionera de fusión, sin ningún otro propósito que ser un instrumento de placer.

Y no el suyo propio.

De repente, su propio placer le parecía irrelevante. Era todo para él. Su amante. Su amo.

Cuando Max le quitó el top, Amanda siguió sin abrir los ojos, disfrutando de la sensación de estar fuera de sí misma, mirando lo que pasaba como una espectadora. Lo oyó contener el aliento. De admiración, esperaba.

Y entonces volvió a tocarla. Primero le quitó el tanga algo que la sorprendió. Tuvo que agarrarse a sus hombros cuando él la hizo levantar primero un pie, luego otro. Se quedó sin respiración cuando Maximiliano empezó a acariciar su estómago con una mano. Amanda cerró los ojos con más fuerza cuando la deslizó hacia abajo y metió las dos manos entre sus piernas. Pero no la tocó ahí, sólo las separó.

—Sí, así —lo oyó decir.

Luego desabrochó su sujetador. Cuando sus pechos estuvieron desnudos no sintió vergüenza sólo un increíble deseo de que los tocara.

Pero él no los tocó.

—Abre los ojos.

Por supuesto, ella obedeció. ¿Cómo no iba a hacerlo? Era la voz de su amo.

Abrir los ojos, sin embargo, la mareó un poco.

—Cuidado —dijo Max, sujetándola por los hombros—. Quiero que te quedes ahí, sin moverte, mientras yo me desnudo.

Amanda no dijo nada. Nunca se había sentido más dócil, más sumisa en toda su vida.

Maximiliano se quitó la ropa a toda prisa. Y se lo quitó todo, mostrando un cuerpo aún mejor de lo que ella había imaginado. Musculoso, duro, sin mucho pelo, con un torso ancho y un estómago absolutamente plano.

Amanda vio que sacaba un preservativo de la mesilla y se lo ponía, mirándola a los ojos.

Nerviosa, se pasó la lengua por los labios...

—No, eso no —dijo Max, malinterpretando su gesto—. Aún no.

«Lo que tú quieras», estuvo a punto de decir ella. «Cuando tú quieras».

Max dio un par de vueltas a su alrededor, mirándola, desnuda con las sandalias de tacón. Sólo cuando ella estaba a punto de ponerse a gritar, la tocó, por detrás, apartando el pelo de sus hombros para besarla en el cuello, al principio suavemente, luego con urgencia.

La bestia salvaje emergió de nuevo y pronto estaba chupando su cuello mientras pasaba las manos por sus brazos. Amanda arqueó automáticamente la espalda contra él, la acción levantando sus pechos en lasciva invitación. Esa vez, Max los apretó, masajeándolos mientras con la yema de los dedos frotaba cruelmente sus pezones.

Las sensaciones eran como una serie de relámpagos, de corrientes eléctricas, dejándola con un fuego interno que sólo podía apagarse de una forma.

Maximiliano empezó a morder su oreja, su aliento como un incendio.

—No cierres las piernas —le ordenó.

Y luego tomó sus manos y tiró de ellas, doblándola hasta que sus dedos tocaron el cabecero de la cama.

-Agárrate ahí.

Buen consejo. Porque si no, podría haberse caído al suelo. O podría haberse desmayado.

Ningún hombre le había hecho el amor de esa forma, en esa posición de espaldas, y a Amanda le daba vueltas la cabeza. Pero hubo poco tiempo para pensar antes de que lo tuviera dentro, sujetando sus caderas desde atrás mientras se enterraba en ella.

Nunca había expeñmento algo tan decadente, pero era delicioso. Salvaje, perverso y maravillosamente lascivo. Enseguida empezó a moverse contra él, contrayendo sus músculos interiores en respuesta a sus embestidas.

—Oh, Dios... Sí, sí, sí, así, cariño, muévete. Así me gusta.

Max soltó sus caderas y empezó a apretar sus pezones tirando de ellos hacia abajo. La combinación de sensaciones iba más allá del placer.

Amanda gritó al sentir el orgasmo más fuerte y rápido de su vida. Cuando Max la siguió, unos segundos después, fue como si estuviera sobre arenas movedizas. Se agarraba al cabecero con fuerza, sabiendo que si lo soltaba caería al suelo como una marioneta.

Maximiliano la tomó en brazos. ¿Cómo podía hacerlo?, se preguntó. Estaba detrás de ella, dentro de ella. Seguía sintiéndolo allí... Pero no, ya no estaba dentro.

La tumbaba sobre la cama, acariciando su pelo, su espalda, sus piernas...

Amanda se sentía agotada, exhausta. Murmuró algo, podría haber sido un «gracias», y luego bostezó.

Y después todo se volvió negro.

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