El bar que Rodrigo Sandoval frecuentaba los viernes se llamaba El Sótano, así que no debería haberle sorprendido que hubiese que bajar una escalera. Una escalera estrecha. Una escalera que la hacía caminar con mucho cuidado sobre sus tacones. Lo último que deseaba era caerse de bruces.
La música llegó a sus oídos una décima de segundo después que el humo.
Jazz.
No era su favorita, pero daba igual. No estaba allí para pasarlo bien. Estaba allí para hacer un trabajo.
El guardia que había en la puerta la miró de arriba abajo, complacido.
—Muy guapa —murmuró, cuando pasaba a su lado.
Amanda no contestó. Siguió adelante, con la cabeza bien alta, intentando acostumbrarse a la penumbra del local. Eran las diez en punto. Los que habían ido a tomar una copa después de trabajar ya se habrían marchado a casa y los que empezaban el fin de semana todavía no habían llegado.
No había estado nunca en aquel bar, pero Jack le contó que era un sitio frecuentado por hombres que querían echar una canita al aire.
La decoración era estilo años veinte, con mesas de madera y lámparas de bronce. El grupo de jazz ocupaba una esquina y, frente a ella, había una pista de baile.
La barra, semicircular, estaba al fondo, con una docena de taburetes de cuero. Detrás de las botellas, un enorme espejo que reflejaba las caras de los que estaban tomando una copa.
Sólo había media docena de personas y reconoció a su objetivo de inmediato.
Estaba en el medio, con una rubia a su izquierda. A su derecha había varios taburetes vacíos. La rubia se inclinó para decirle algo y él le hizo un gesto al camarero.
¿Le habría pedido que la invitase a una copa? ¿Estaba haciendo en ese momento lo que su mujer sospechaba que hacía?
Con un poco de suerte, no tendría que tontear con él. Podría grabarlos con la vídeo cámara del móvil sin tener que soportar a aquel cerdo.
Mientras se acercaba a la barra, sentía como un nudo en el estómago. Le seguía asqueando hacer ese trabajo.
«Piensa en el dinero», se dijo, mientras se sentaba en un taburete a la derecha de su objetivo.
«Piensa en la carita de Emily el día de Navidad, cuando vea que Santa Claus le ha traído exactamente lo que esperaba».
Casi había recuperado la compostura cuando dejó el bolso sobre la barra. Así, como quien no quiere la cosa, sacó el móvil y, fingiendo que leía sus mensajes, lo colocó en posición para grabar la escena que tenía lugar a su izquierda.
—Gracias —dijo la rubia cuando el camarero puso una copa de champán delante de ella—. ¿Por qué brindamos, guapo?
Cuando el camarero se apartó, Amanda pudo ver de nuevo la cara de su objetivo reflejada en el espejo.
Sin duda, era un hombre guapo, más guapo que en la fotografía. Parecía más maduro, además. Quizá la foto que llevaba en el bolso era un poco antigua porque también llevaba el pelo cortado de otra forma. El color era el mismo, castaño claro, pero lo llevaba muy corto, con la parte de arriba un poco levantada con gomina, un look muy juvenil.
Y ese corte destacaba sus ojos azules.
Ese era otro rasgo que parecía diferente. Sus ojos. En la foto parecían azul cielo, con una expresión soñadora. En realidad, eran azul cobalto. Y nada soñadores, más bien irónicos.
—Por el matrimonio —estaba diciendo, mientras levantaba su copa.
—¡Por el matrimonio! —exclamó la rubia—. Esa es una institución caduca. Prefiero brindar por el divorcio.
—El divorcio es una de las lacras de nuestra sociedad —replicó él—. No pienso brindar por eso.
—Por el sexo, entonces. Brindemos por el sexo —dijo la rubia, con tono seductor.
—Cariño, me parece que te has equivocado de hombre —replicó él, sarcástico—. Siento haberte dado una impresión errónea, pero no estoy en el mercado para lo que tú quieres.
Amanda estuvo a punto de caerse del taburete. ¿Qué estaba pasando? ¿Un hombre de honor? ¿Habría tenido razón Dora después de todo?
—¿Estás seguro? —murmuró ella, pestañeando como una muñeca.
—Muy seguro.
—Pues tú te lo pierdes, guapo.
La rubia bajó del taburete y se contoneó hasta una mesa... pero no estuvo sola más de diez segundos porque otro hombre se acercó de inmediato. Amanda miró el espejo y descubrió que su objetivo, por fin, se había fijado en ella. Cuando sus ojos se encontraron, le dio un vuelco el corazón. Hacía años que no reaccionaba así por ningún hombre.
Estuvieron mirándose durante más tiempo del que era aconsejable. Debería haber girado la cabeza, pero no era capaz.
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El Regalo Ideal
RomanceNo siempre lo material es el mejor regalo y no hay nada más hermoso que dar sin necesidad de recibir algo.