Ella no lo besó. Porque Maximiliano la besó antes, sin esperar mucho para abrir sus labios y explorarla con la lengua. El contacto fue eléctrico, como un incendio que la devoraba por dentro. Sin pensar, Amanda enredó los brazos alrededor de su cuello, apretándose contra él.
Oyó un gemido ronco por parte del hombre, un gemido que era una réplica del suyo. El deseo de un contacto más directo, más profundo, era enorme, pero no podían estar más cerca. Estaban pegados el uno al otro, boca a boca, pecho a pecho, muslo a muslo.
Si no llevase vaqueros... una falda se podía levantar, unas braguitas se podían apartar. Podrían hacerlo allí mismo, de pie. Nunca lo había hecho de pie, nunca había pensado hacerlo así.
Pero lo pensaba ahora y se le doblaban las rodillas. ¿Lo habría notado él? ¿Era por eso por lo que la apretaba contra la encimera de la cocina?
Amanda instintivamente separó las piernas para que Max se restregase contra ella, la fricción exquisita. Pronto estuvo gimiendo de deseo... rendida completamente.
—¡Mamá!
El grito de su hija la devolvió a la realidad.
—Ay, Dios mío. Emily...
La madre que había en ella era más fuerte que la mujer, incluso la mujer lasciva a la que Maximiliano la había reducido. Disgustada consigo misma, se apartó y corrió al dormitorio.
—¿Qué pasa, cariño?
—He tenido una pesadilla —sollozó la niña—. Había un oso muy grande en la habitación... y me daba miedo.
En las pesadillas de su hija a menudo había osos. ¿Por qué habría tantos osos en los cuentos para niños?
—Aquí no hay osos, cariño mío —le explicó, por enésima vez—. Excepto en el zoo, claro. Y no debes tenerles miedo.
—¿Max sigue aquí?
—Sí. ¿Por qué?
—El no dejará que venga el oso —dijo la niña, convencida.
Amanda levantó los ojos al cielo.
—Bueno, pues entonces no tienes que preocuparte, ¿no? Duérmete, cielo —murmuró, acariciando el pelito de su hija.
Emily cerró los ojos y se quedó dormida en unos segundos.
Amanda envidiaba esa habilidad. A veces se quedaba dormida en cuanto ponía la cabeza sobre la almohada. Ella nunca había dormido bien porque siempre le daba vueltas a todo... Y esa noche iba a dar muchas vueltas.
Pero estaba claro que luchar contra sus sentimientos por Maximiliano era tarea inútil. Y más bien ridícula. Eran dos adultos y se deseaban. Muy bien, seguramente ella quería más de lo que él estaba dispuesto a ofrecer, pero... ¿qué podía hacer?
Ella siempre había sido una persona decidida, al contrario que su madre, para quien todo era un problema irresoluble. Y le gustaba su vida. Mario fue un error de juicio, sí, pero las consecuencias de ese error le habían dado múltiples alegrías.
Tener una relación con Maximiliano Sandoval seguramente no era muy sensato pero, al fin y al cabo, era humana.
Después de comprobar que Emily estaba dormida, Amanda volvió al saloncito, decidida a aclarar las cosas.
Le sorprendió encontrar a Max poniéndose la chaqueta.
—Lo siento, Amy —murmuró, guardando la corbata en el bolsillo—. No quería llegar tan lejos. En serio. Pero ejerces sobre mí un efecto... aterrador.
Amanda arrugó el ceño.
—¿Aterrador?
Max sonrió.
—No estoy acostumbrado a perder la cabeza. Me enorgullezco de ser una persona pausada, que lo controla todo. No suelo dejar las cosas a medias... y me he quedado a medias.
—Ah, ya. ¿Podrías esperar hasta el viernes?
El la miró, sorprendido.
—¿Quieres decir lo que yo creo que quieres decir?
—Supongo que sí.
—Vaya. Eso es mucho mejor que leer cuentos —sonrió Max.
—He decidido que tienes razón. Estaba portándome de una forma absurda. Pero quiero que entiendas que esto no puede ir a ningún sitio. Yo no soy la mujer que buscas, Maximiliano. Tengo a Emily, para empezar. Y un trabajo. Podríamos ser amigos y... amantes a tiempo parcial.
Ya estaba. Lo había dicho. Se había hecho cargo de su vida.
Max no dijo nada. Se quedó mirándola, en silencio.
—Muy bien. Si eso es lo que quieres —murmuró por fin.
Ojalá supiera lo que estaba pensando. Y planeando, pensó Amanda. Algo en su expresión le decía que sus planes eran muy diferentes de los suyos.
—Por cierto, el viernes no podré dormir contigo. Tenemos desde las siete hasta las doce. Dora no puede encargarse de Emily después de medianoche.
—Podría contratar a una niñera —sugirió él.
—No, de eso nada. O Dora o nadie.
—Muy bien. No pienso discutir. Pero creo que estás a punto de convertirte en una madre superprotectora.
—Piensa lo que quieras. No voy a cambiar.
—Ya lo sé —sonrió Max—. Admiro a las mujeres que saben lo que quieren.
—Y yo admiro a los hombres que respetan los deseos de una mujer.
—Lo recordaré.
Sí, pero ¿durante cuánto tiempo?, se preguntó Amanda.
Hasta el viernes, naturalmente. Ese era el objetivo del juego: llevársela a la cama. Después, Max podría no ser tan complaciente.
Pero cruzaría ese puente cuando llegase a él.
Hasta entonce iba a costarle mucho pensar en algo que no fuera el viernes por la noche.
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El Regalo Ideal
RomanceNo siempre lo material es el mejor regalo y no hay nada más hermoso que dar sin necesidad de recibir algo.