Maximiliano estaba sentado en la barra, con un vaso de whisky en la mano, pensando en las perversidades de la vida.
Seguía sin creer lo que le había contado su hermano; que era muy infeliz en su matrimonio y pasaba todos los viernes en aquel bar, en lugar de volver a casa. Rodrigo incluso le había confesado que a veces iba a la oficina los fines de semana para escapar de la tensión y las discusiones.
Max no podría haberse quedado más sorprendido. Durante años había envidiado a su hermano gemelo por su mujer, sus hijos y lo que él creía una vida perfecta.
La realidad, aparentemente, no tenía nada que ver. Por lo visto, Lisa estaba harta de ser ama de casa. Se aburría y le apetecía estar con otros adultos. Para remate, Joshua, de dos años, se había convertido en un niño insoportable y a Cathy, de cuatro, le daba por montar pataletas. Lisa estaba harta de todo y, como resultado, su vida sexual se había reducido a cero.
Rodrigo, que nunca había sido un hombre muy comunicativo, empezó a llegar tarde a casa y, como castigo, su mujer no le dirigía la palabra. Su hermano temía que lo abandonase llevándose a los niños con ella y por eso lo había llamado esa noche, desesperado.
Max, que había estado en la oficina hasta muy tarde, resolviendo el problema que les planteaba la dimisión de un diseñador gráfico, había acudido al rescate, como hacía siempre que su hermano gemelo tenía un problema. Llevaba toda su vida rescatandolo, desde que eran pequeños.
—Adoro a mi familia y no quiero perderla —le había dicho diez minutos antes, mientras tomaba una cerveza—. Dime qué puedo hacer, Max. Tú siempre encuentras una solución para todo.
Maximiliano había levantado los ojos al cielo. Por lo visto, Rodrigo creía que iba a solucionarlo todo con su varita mágica. Y era lógico. Al fin y al cabo, había hecho una fortuna enseñando a la gente cómo tener éxito en la vida profesional. Sus seminarios eran muy concurridos. Sus honorarios como orador, tremendos. Su libro, Ganar en el trabajo, se había convertido en un best—seller y había sido traducido a varios idiomas.
Unos meses antes había hecho una gira para promocionar el libro en Estados Unidos y las ventas eran escandalosas.
Pero esa gira lo había dejado agotado, física y emocionalmente, y desde que volvió a casa decidió recortar sus obligaciones profesionales. Estaba pensando en tomarse unas largas vacaciones cuando su amigo Francisco Beltrán le había pedido que se encargara de su agencia de publicidad durante el mes de diciembre mientras él se iba a hacer un crucero con su familia.
Maximiliano había aceptado sin dudar. Un cambio de rutina era tan bueno como unas vacaciones. Y lo estaba pasando bien. Era interesante saber si sus teorías podían aplicarse a cualquier negocio.
Desgraciadamente, sus estrategias para tener éxito en el mundo profesional no se trasladaban necesariamente a la vida privada. La suya, especialmente. Con un matrimonio fracasado a sus espaldas y ninguna relación seria entre manos, no era el mejor hombre para dar consejos sobre el matrimonio.
Pero sí sabía una cosa: no se resuelve un problema en la barra de un bar, tomando una cerveza detrás de otra. No se resuelve nada escondiendo la cabeza.
Por supuesto, ésa era la naturaleza de Maximiliano: tomar el camino más fácil, alejarse de los problemas. Siempre había sido el gemelo tímido, el que necesitaba protección. Aunque muy inteligente, Rodrigo nunca había tenido su seguridad, su ambición. Que hubiese elegido ser contable no sorprendió a nadie.
Aun así, Max entendía que no debía haber sido fácil ser su hermano gemelo. No era fácil seguir a alguien con una personalidad tan arrolladora.
Pero ya era hora de que Max se enfrentase a la vida cara a cara; a la vida y a sus responsabilidades. Tenía una mujer maravillosa y dos niños estupendos que lo necesitaban.Y estaba actuando como un cobarde.
Pero no se lo había dicho. La primera regla cuando aconsejaba a los ejecutivos era nunca criticar, todo lo contrario. Animar y halagar funcionaba mucho mejor que señalar los defectos de alguien.
Con esa teoría en mente, Maximiliano le había dado a su hermano una de sus mejores charlas, diciéndole lo estupendo que era. Un buen hermano, un buen hijo, un buen marido y un buen padre. Incluso le dijo que era un contable extraordinario. ¿No le hacía la declaración de la renta todos los años?
Maximiliano le aseguró que su mujer lo quería y no pensaba dejarlo por nada del mundo.
A menos que no se sintiera querida. Y, seguramente, ése era el problema.
Después, lo había enviado a casa para decirle a su mujer que la quería y que lamentaba no haber estado a su lado cuando lo necesitaba. Debía jurarle que, en el futuro, no volvería a pasar.
—Y cuando Lisa caiga llorando en tus brazos, hazle el amor como no se lo has hecho en mucho tiempo —había añadido, como nota final.
Rodrigo vaciló, pero Maximiliano le prometió pasar por su casa al día siguiente para darle apoyo moral.
Aunque esperaba que, para entonces, todo se hubiera solucionado.
Un divorcio en la familia era más que suficiente. A sus padres les daría un ataque si Rodrigo y Lisa también se separaban.
Maximiliano tomó un trago de whisky, preguntándose por qué se había casado con Marian. Fue una decisión equivocada. Su matrimonio había estado gafado desde el principio.
—Hola, cariño.
Maximiliano giró la cabeza y vio a una guapa rubia dejándose caer seductoramente en el taburete de al lado. Todo en ella, y había mucho, estaba a la vista. Por un momento, sus hormonas se pusieron en marcha. Hasta que la miró a los ojos.
Eran bonitos, sí, pero vacíos. El nunca podría sentirse interesado por una mujer de ojos vacíos.
Marian tenía unos ojos inteligentes.
Una pena que no hubiese querido tener hijos.
—Parece que necesitas compañía —dijo la rubia, llamando al camarero para pedirle una copa de champán—. ¿Has tenido un mal día?
—No. He tenido un buen día... pero no tan buena noche —contestó él, sin dejar de pensar en su hermano.
—La soledad es horrible.
—A lo mejor yo quiero estar solo.
—Nadie quiere estar solo, cielo.
Max la miró, pensativo. Tenía razón, nadie quería estar solo. El tampoco. Pero un divorcio, incluso uno amigable, hacía que un hombre se lo pensara dos veces. Habían pasado quince meses desde que se separó de Marian, tres desde que consiguieron el divorcio. Y aún no había encontrado a nadie. Ni siquiera había sucumbido a las ofertas de una noche.
Las mujeres solían dejar caer que estaban disponibles para una noche, o un fin de semana, o lo que fuera. Pero Maximiliano Sandoval no estaba interesado en eso. El había esperado encontrar lo que tenía Rodrigo, una mujer que no estuviera interesada en llegar a lo más alto, una mujer que quisiera dejar de trabajar durante unos años para ser esposa y madre.
Ahora no estaba seguro de que existieran mujeres así. Las que le resultaban atractivas eran inteligentes, educadas, guapas. Chicas que trabajaban duro y jugaban duro. No querían convertirse en amas de casa.
—Venga, anímate un poco —dijo la rubia—. Pide otra copa, hombre.
Maximiliano sabía que, probablemente, no debería hacerlo. No había cenado nada y el whisky se le estaba subiendo a la cabeza. No estaba interesado en la rubia, pero tampoco le apetecía volver a una casa vacía. Tomaría otra copa con ella, pensó, y luego saldría a cenar algo.
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El Regalo Ideal
RomanceNo siempre lo material es el mejor regalo y no hay nada más hermoso que dar sin necesidad de recibir algo.