Al día siguiente, Julia llegó a la
librería antes de la hora, pero Michael
había conseguido ganarla: ya estaba
esperando en la entrada.
—¡Buenos días! —Levantó la mano
para saludarle con cautela. ¿Debía
besarlo o aún era muy pronto? ¿Haría el
ridículo si lo hacía?—. Qué pronto has
llegado hoy.
Michael se encogió de hombros.
—Sí, es que me he despertado
temprano y me he desvelado. No he
dormido nada. —Le sonrió—. No he
dejado de pensar en ti.
—Ah. —Julia le devolvió la sonrisa con timidez—. Yo tampoco he dejado de
pensar en ti desde anoche. —Tanto que
quemó dos sartenes de arroz cuando
preparaba la cena antes de que su madre
la echara de la cocina, desesperada.
Michael sonrió aún más.
—¿De verdad?
Julia asintió.
—Ajá. ¿Ya sabes qué vamos a hacer
esta tarde?
Michael negó con la cabeza.
—No, aún no. Pero ya sé lo que voy a
hacer ahora. —Le puso un brazo sobre
los hombros y la acercó hacia él—. Esto
—añadió con un centelleo en sus ojos
verdes y la besó.
Julia cerró los ojos y le rodeó la
cintura con los brazos para besarlo
como si fuera a acabarse el mundo. No
le importaba que sus colegas los
pillaran besándose, pues llevaba un día
entero esperando a estar junto a él.
—¿Quieres que vayamos al bosque
después del trabajo? —masculló junto a
sus labios entre beso y beso—. A mí me
apetece.
Michael dio un paso atrás.
—Si tú quieres... —respondió.
Julia ladeó la cabeza. No parecía
demasiado entusiasmado.
El joven se fijó en su gesto de
confusión y suspiró.
—Es que me apetecía pasear contigo
por el parque y la ciudad. Quiero...
olvidarme del accidente, alejarme del
bosque por un tiempo —Claro —asintió Julia, comprensiva
—. Vamos al parque, entonces. ¿Te
apetece comer allí?
—Tiene buena pinta. Podemos
preparar la comida en mi casa y,
mientras yo hago los sándwiches, tú
puedes tocar el piano de cola, porque
me prometiste que lo harías.
—Y lo haré. Por cierto, ayer compuse
una canción con tu poema como letra. —
Quizá debía hablarle a Michael acerca
de Thorsten y de su improvisación en el
jardín. Le parecía que era lo correcto,
pero era mejor omitir de la
conversación el inesperado beso: tanta
sinceridad no era buena—. Mi vecino de
enfrente estaba tocando la guitarra en el
jardín y me pidió que le ayudara con la letra, así que usé tu poema. Puede que
encuentre el modo de pasarla a piano.
Michael le sonrió.
—Sería estupendo. Me alegro mucho
de que te haya gustado tanto.
Justo en ese momento apareció Martin
con unos cuantos carteles enrollados
bajo el brazo.
—¡Hala, qué madrugadores! —los
saludó—. ¿Me haréis el honor de
ayudarme a pegar los carteles en el
escaparate?
El resto del personal no tardó en
llegar a la tienda. Donna se acercó
furtivamente a la escalera en la que Julia
hacía equilibrios mientras intentaba
colocar una pancarta sobre el mostrador
de caja. —Hola, Julia —dijo—. ¿Qué planes
tienes para esta tarde?
—Lárgate —chilló Julia—. Si miro
abajo, me mareo.
Oyó las carcajadas de Donna.
—Por suerte, Michael no tiene miedo
a las alturas. Para que lo sepas, lleva un
rato mirándote mientras haces tu faena
ahí arriba.
En un ataque de curiosidad, Julia se
arriesgó a bajar la vista para comprobar
lo que Donna le había comentado:
Michael se encontraba junto a la caja,
mirándole ensimismado las piernas, así
que Julia parpadeó y sacudió la cabeza
con incredulidad. Donna sonrió mientras
miraba a Michael de reojo.
—¿Por qué no me dejáis en paz? — gritó Julia con indignación mientras se
agarraba, miedosa, al último peldaño de
la escalera. A pesar de sus palabras, le
dirigió una sonrisa traviesa a Michael.
Iba a pasar la tarde con aquel chico
maravilloso y atractivo, que estaba
enamorado de ella y que no podía dejar
de mirarla. De repente pensó en lo
afortunada que era y le temblaron las
piernas cuando Michael le devolvió una
cautivadora sonrisa.
Para su alegría, Martin la volvió a
enviar al almacén en busca de algunos
libros, lo que suponía una excelente
oportunidad para escribirle un mensaje a
Gaby acerca de sus planes del día y para
comprobar si su amiga le había enviado
algún mensaje sobre la cita de la noche anterior con Axel.
Y, sí, se lo había enviado.
«¡la cna fue gnial! axel es una monada
:S jules, ¿q piensa el d mi?».
Julia se rio y sacudió la cabeza,
incrédula.
«ya sabs lo q axel piensa de ti ;) no
prgunts x prguntar. mick y yo emos
qdado xa ir al parq y 1º aremos la
comida n su ksa. ¡q nrvios! bs».
Estaba claro que no habría nadie en
casa de Michael aquella tarde, pero
Julia estaba segura de que no se
repetiría lo sucedido la vez anterior en
que estuvo en su casa vacía. Aún seguía
sin entender su extraño cambio de
personalidad, pero era lo mejor que le
había pasado. ¿Cómo pudo estar enamorada de él
antes? Quizá no era amor, sino
fascinación y admiración por la
confianza que desprendía en el instituto.
Antes no solo era atractivo y deseable,
sino que también estaba fuera de su
alcance, pero todo eso había cambiado y
estaba intentando conocerla mejor.
La joven se sobresaltó cuando Silke
entró en el almacén.
—Ya estás cantando —anunció sin
rodeos—. ¿Qué hay entre Michael y tú?
No te creas que no he visto las miraditas
que os lanzáis.
Julia se sonrojó y se encogió de
hombros con timidez.
—Me ha vuelto a pedir salir y le he
dicho que sí.—¿Pero no te preocupa? —Silke se
cruzó de brazos—. A ver, no moló nada
la forma en que te dio la patada.
Silke tenía toda la razón del mundo,
así que se veía incapaz de explicar que
las cosas habían cambiado, pues ni
siquiera ella lo comprendía.
—Ha... cambiado —se aventuró a
decir—. De verdad. No se parece en
nada al de antes.
Silke asintió.
—Sí, sé lo que quieres decir. Cuando
entró en la tienda en su primer día de
trabajo, parecía un creído, pero a mí no
me engañó: la verdad es que pensé que,
en el fondo, era un tío muy inseguro.
Pero ya no lleva esa careta de
arrogancia, no sé si me entiendes.—Puede que se le cayera cuando tuvo
el accidente —dijo Julia con una
sonrisa.
—Sí, puede que tengas razón. ¿Has
buscado información sobre los cambios
de personalidad en gente que ha sufrido
golpes en la cabeza?
No lo había hecho, pero no le parecía
extraño. Silke le acababa de dar la
explicación perfecta al cambio de
comportamiento de Michael. Filosofar
sobre los celtas, el solsticio de verano y
los relámpagos era más de su estilo,
pero mucho más lógico era el hecho de
que una conmoción cerebral le hubiera
podido cambiar el carácter.
—Es probable que su médico le haya
informado acerca de los efectos a corto plazo. —Julia esquivó la cuestión—. Ya
se lo preguntaré. ¿Quieres que te eche
una mano? —Señaló una pila de libros a
los pies de Silke.
No sucedió nada digno de mención
durante el resto de la jornada: Julia se
quedó en el almacén y Michael se
encargó de la caja. Cuando cerró la
tienda para comer a mediodía, la pareja
salió de Höllrigl y se dirigió a casa de
Michael, en Giselakai.
—Hace un día estupendo —dijo el
joven, mirando a su alrededor con una
gran sonrisa en el rostro—, perfecto
para hacer el vago en el parque.
—Bueno, también podríamos hacer
algo de deporte —propuso Julia—.
¿Tienes raquetas de bádminton en casa? —Creo que sí. Te gusta mucho el
deporte, ¿no?
—Me da mucha energía.
—Qué curioso. Eso es algo que
siempre me ha gustado de ti: eres
callada e introvertida cuando estás
escribiendo o componiendo, pero, a la
vez, estás llena de vida y de energía
cuando haces deporte.
Julia sintió cómo se ponía colorada
como un tomate después de que Michael
hubiera hablado de ella como si se
tratara de la persona más fascinante del
planeta. Se acercó a él y le cogió de la
mano. Hasta que cruzaron el puente que
llevaba a su calle no se dio cuenta de lo
bien que la conocía: ¿acaso le había
prestado más atención en el instituto de lo que ella creía?
—¿Hay algún relleno de sándwich que
no te guste nada? —le preguntó Michael
una vez en su casa, mientras la
arrastraba a la cocina. Cuando abrió la
nevera, Julia observó la gran variedad
de comida de la que disponía la familia
Kolbe; su pequeña familia era bastante
simple y pobre en comparación con la
de Michael, así que dudaba de si se
sentiría cómoda cuando lo llevara a casa
y se lo presentara a su madre.
Ausente, cogió un aguacate de un
cuenco de fruta que había en la mesa de
la cocina.
—Como de todo —masculló.
Michael sonrió.
—¿Eso también? —dijo mientras señalaba el aguacate—. ¿Qué te parece
si hago bocadillos de lechuga, pollo y
aguacate?
Julia asintió ligeramente con la
cabeza. Cuando Michael se acercó a ella
y la rodeó con los brazos, la joven
apoyó la cabeza en su hombro y exhaló
un largo suspiro.
—Me tengo que acostumbrar a tu
mundo —susurró—. Siento mucho estar
tan rara.
Michael la besó en la frente.
—No estás rara. Y yo también tengo
que acostumbrarme a la situación.
Julia parpadeó, confusa.
—¿Tú?
—Sí, a estar enamorado.
Julia se ruborizó de alegría; parecía como si nunca antes hubiera estado
enamorado y, por lo que ella sabía, era
verdad. Siempre había salido con chicas
en el instituto, pero no había durado
mucho con ninguna de ellas. Su relación
parecía más seria y deseaba, con toda el
alma, dejarle entrar en su vida, a pesar
de las dudas que seguía teniendo.
—¿Te gustaría venir a mi casa
mañana? —espetó Julia—. ¿Después del
trabajo?
Michael sonrió con ternura mientras la
miraba cariñosamente.
—Claro que sí. Espero que me
prepares pizza.
—¿De Amy’s Kitchen?
—Sí, por favor. Sabes lo que opino de
Amy y sus pizzas. Ambos se echaron a reír y Julia
suspiró, más cómoda.
—Vamos a ponernos con esos
bocadillos, ¿vale? —propuso.
—No, no vamos: voy yo. Me
prometiste que te pondrías a tocar el
piano. —Michael la sacó de la cocina a
empujones a pesar de las protestas de
Julia y la acompañó hasta el Steinway
que había en el rincón de su gigantesca
sala de estar. Allí, levantó la tapa del
teclado y le sacó la banqueta—. Ahí lo
tienes. Diviértete.
Con una tímida sonrisa, Julia se sentó
y dejó escapar un suspiro cuando
Michael regresó a la cocina: al menos
no se había quedado para escucharla;
así, tendría la tranquilidad necesaria para sacar la canción de Thorsten al
piano. Mientras tarareaba la melodía,
tocó unas cuantas escalas antes de
decidirse por la que mejor encajaba con
su voz.
Cuando Michael regresó al salón diez
minutos después con una nevera cargada
de comida y bebida, Julia estaba
cantando la melodía de Thorsten con su
letra, o, mejor dicho, con la letra de
Michael. El joven se acercó al piano de
cola y la observó fascinado.
Cuando finalizó la canción, Julia
levantó la vista tímidamente.
—Me alegro de que sigas aquí —dijo
apocada.
Michael le dirigió una mirada burlona.
—¿Por qué no iba a estar? —Porque te fuiste mientras tocaba en
la fiesta de los gemelos.
Michael parecía avergonzado.
—Lo siento, estaba... —titubeó y, en
el silencio que los separaba, Julia
recordó la forma tan intensa en que la
observó mientras tocaba aquella
canción, en la insistencia de Gaby en
que había visto lágrimas en sus ojos. De
repente, dejó de importarle lo más
mínimo la razón por la que Michael
había cambiado tanto; si fue gracias al
rayo, a la conmoción cerebral o a
fuerzas sobrenaturales, le dio igual: se
había convertido en alguien de quien se
podía enamorar de verdad. Julia se
levantó de la banqueta y, en un impulso,
lo rodeó con sus brazos —No importa —susurró—. Me
conformo con que escucharas el
principio.
—Y claro que lo escuché —respondió
con calma—. Era la canción que
escribiste para el examen.
Julia lo miró boquiabierta: entonces sí
que había estado en el salón de actos del
instituto durante su examen de Música.
Era probable que los nervios la hubieran
impedido reconocerlo entre el público.
Cuando la joven levantó la vista, la
inundó una sensación de calidez;
siempre se había sentido invisible para
él, pero resultaba que, al fin y al cabo,
Michael sí se había fijado en ella.
—¿Nos vamos? —propuso e inclinó la
cabeza para señalar la nevera.
Michael le puso un brazo sobre los
hombros.
—Venga.
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El Chico Del Bosque
Подростковая литератураJulia lleva años enamorada de Michael, el chico más guapo del instituto, y se siente la persona más afortunada del mundo cuando al fin se besan durante el baile de graduación. Sin embargo, su sueño no dura mucho: tras varias citas, Michael la deja p...