capítulo 12 (parte 2)

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Hacía mucho tiempo que no iba al
bosque, pues trataba de evitarlo desde el
secuestro de Anne. Cuando le apetecía
salir a correr, tomaba la carretera
asfaltada hasta Eichet. Días atrás había
decidido hacer ejercicio en la senda
forestal, pero a ella regresaron los
recuerdos de todo lo sucedido: el
accidente de Michael, la enfermedad de
su roble, los encuentros secretos entre
Anne y el escalofriante Andreas. Nunca
antes había concebido el bosque como
un lugar oscuro y siniestro. Quizá era
buena idea volver a él junto a Michael y
tratar de recuperar la sensación de
seguridad que siempre le habían
trasmitido los centenarios árboles.
Por la tarde, Michael estuvo lo bastante recuperado como para salir de
casa. Juntos, se subieron al coche de la
madre de Michael y se dirigieron a
Birkensiedlung.
Michael aparcó el coche en el mismo
lugar que había ocupado la ambulancia
cuando los paramédicos se llevaron a
Anne al hospital. Julia le tomó la mano a
Michael y respiró hondo. El aire fresco
le estaba sentando bien. Por encima de
su cabeza, las hojas del follaje
susurraban en la suave brisa y, de
pronto, recordó cómo se sentía al estar
en el bosque antes de que los terribles
acontecimientos sucedidos durante las
semanas anteriores hubieran cambiado
su modo de percibirlo. El lugar era el
mismo, pero era ella la que había cambiado por completo. Y era una pena.
Al fin y al cabo, Michael le había
pedido que siguiera soñando: no quería
que cambiara ni que se convirtiera en
una adulta responsable y realista de
forma repentina.
—Venga, vamos —dijo con dulzura
mientras recorrían la senda forestal;
varios minutos después, giraron a la
derecha. Michael abandonó el camino y
la condujo al claro en el que los
esperaba, en silencio, su roble: el lugar
en el que tuvo lugar el accidente.
Tácitamente, se quedaron en pie
contemplando el roble. Desde la última
visita de Julia a su árbol, había más
hojas amarillas. Los guardias forestales
no tardarían en llegar a talarlo. Solían cortar los árboles enfermos en otoño
para mantener la buena salud del bosque
y, aquel año, la tala estaba programada
para el inicio del curso universitario.
Julia tragó saliva. El pensar en no
volver a contar con un santuario en el
que encontrar refugio durante las malas
épocas le oprimía la garganta hasta el
dolor. Pero, entonces, Michael le apretó
la mano, como si pudiera sentir su
tristeza, y ella giró la cabeza con una
sonrisa. Claro que tendría un santuario:
se refugiaría en su presencia. Él estaría
a su lado y todo iría bien.
Michael la miró y le sonrió. De algún
modo, siempre parecía notar cuando ella
lo observaba y ya no la sorprendía.
Desde que le había hablado de lo que sentía tras despertarse después del
accidente, Julia supuso que gozaba de
más sensibilidad que la mayoría de la
gente. Esa debía de ser la razón por la
que logró encontrar a Anne. La policía
había regresado a su casa varias veces
tras la encarcelación de Andreas
Mittelmayer, a pesar de que había
confesado los cargos. No era menos
cierto que Michael había encontrado el
escondite de su hermana de forma
inexplicable, pero el inspector Spitzer
puso fin a los interrogatorios al redactar
un informe policial sobre médiums,
parapsicólogos y personas con un sexto
sentido capaces de ayudar a la policía.
La voz de Michael la sacó de su
trance. —¿Quieres sentarte? —preguntó
señalando el árbol. Julia asintió.
Probablemente Michael estuviera
cansado tras la caminata, así que se
sentó a su lado, con la espalda apoyada
en la robusta corteza del roble, como en
los viejos tiempos. Michael le tomó la
mano y por su cuerpo se extendió una
inmensa sensación de paz.
—Me encanta este sitio —masculló el
joven—. Es tan tranquilo, tan distinto a
la ciudad. Pero también me encanta la
ciudad. Es grande y estupenda, llena de
gente, de vida y de amor. Todo está en
movimiento.
El tono de su voz daba a entender que
no estaba hablando con ella, sino
pensando en voz alta, así que Julia giró la cabeza para contemplar la expresión
de su rostro.
—Te gusta vivir en la ciudad, ¿a que
sí? —preguntó.
Michael asintió pensativo.
—Siempre te siento entre la multitud
—respondió—, como si irradiaras amor
por mí.
En la tranquilidad de la tarde, Julia le
rodeó la cintura con los brazos y lo besó
en la mejilla.
—Qué bonito —susurró—. Gracias.
El sentarse a la fresca sombra de los
árboles le hizo sentirse mejor a Michael.
Cuando dejaron el bosque, eran casi las
seis.
—Vamos a preparar la cena —anunció
Michael en el umbral de su casa. —Después de cenar, ¿te apetece ver
una película? —propuso Julia.
—Vale. ¿La eliges tú? —Michael la
acompañó a la estantería que ocupaba
una pared entera del salón. Julia no
había visto tantos DVD juntos en toda su
vida, ni siquiera en una tienda.
—Ahora miraré —dijo—. ¿No
prefieres que te ayude en la cocina?
—No. ¿Por qué no te pones a tocar el
piano? Seguro que me ayuda a cocinar.
Michael se fue a la cocina y dejó a
Julia junto al piano de cola del salón. Se
sentó y acarició las teclas con los dedos.
Aunque estaba de buen humor, para su
propia sorpresa comenzó a tocar una
melodía triste, que había surgido de la
nada y que, en cada nota, parecía dejar atrás algo valioso, aunque no sabía el
qué.
Al terminar, Michael se acercó a ella
y le acarició el hombro.
—Qué bonita —dijo asombrado—.
¿La has compuesto tú?
Julia sonrió.
—Sí. Ahora mismo, en realidad. Es
como si alguien me la hubiera susurrado,
como si les hubiera robado la canción a
los árboles del bosque.
Michael reflexionó sobre sus palabras.
—Es posible. Quizá estés más abierta
a influencias que otros, lo que explicaría
por qué prefieres escribir poesía en el
bosque.
Se sentó junto a ella en la banqueta y
le rodeó la cintura con un brazo. —¿No deberías supervisar las
sartenes y las cacerolas? —dijo Julia
entre risas cuando Michael comenzó a
besarle el cuello y el rostro—. ¿No se
nos va a quemar la cena?
El joven negó con la cabeza.
—La lasaña está en el horno, así que
ya está bien supervisada.
La volvió a besar y buscó sus labios
con la boca. A Julia se le aceleró el
pulso cuando notó la mano de Michael
recorriéndole la espalda, por debajo de
la blusa. Sin aliento, dejó que Michael
la cogiera en brazos y la llevara hasta su
colección de DVD. Al final optaron por
Legend, una de las primeras películas
de Tom Cruise. Julia la había visto
decenas de veces, pero Michael no. —Esta es la primera película que
compré en DVD —le dijo la joven con
entusiasmo, mientras hacía
equilibrismos con dos platos de lasaña
al subir las escaleras. Julia le había
sugerido ver la película en su
habitación, porque no le gustaba mucho
el salón: era demasiado grande para su
gusto. El dormitorio de Michael era
mucho más acogedor.
Michael llevaba su bolsa de viaje, que
dejó caer junto a la cama cuando
entraron en la habitación.
—Madre mía —le dijo en tono jocoso
—, ¿qué llevas aquí? ¿Ladrillos?
—No, libros. —Julia se sentó con las
piernas cruzadas y abrió la cremallera
de la bolsa—. Los he traído para prestártelos.
Uno por uno, se los entregó, y Michael
los aceptó casi reverentemente, pasando
la mano por el lomo de sus libros
favoritos. Zweig. Brecht. Kafka.
—Si te gustan, puedes comprártelos en
la tienda con descuento —añadió con
una alegre sonrisa.
Michael se echó en la cama y dejó la
pila de libros en la mesita de noche.
—¿Crees que Martin nos hará el doble
de descuento si los compramos juntos?
—La besó en la mejilla cuando Julia se
tumbó a su lado en la cama—. Gracias.
Mañana empezaré a leer uno. Ahora
vamos a cenar.
Después de acabarse los platos de
lasaña, se echaron en la cama de cara a la televisión de la esquina y Michael
encendió el reproductor de DVD. Para
entonces, el cielo ya había oscurecido
casi al completo, así que corrieron las
cortinas. Su habitación era acogedora y
segura. Julia se acercó aún más a
Michael y cerró los ojos para saborear
la intimidad que sentía a su lado. Todo
era distinto a la primera vez que estuvo
en aquella estancia, tumbada en la cama,
enrollándose con él. Parecía que habían
pasado años.
No se dio cuenta de que se había
quedado dormida durante la película
hasta que Michael la despertó
acariciándole con ternura la frente y
besándola en los labios.
—Hola, Bella Durmiente —dijo entre risas cuando la joven abrió los ojos—.
¿No era tu película favorita?
Julia levantó la cabeza y observó los
créditos en la pantalla.
—Qué pena. Me he perdido el final —
respondió con un bostezo antes de darse
la vuelta y besar a Michael. El joven le
acarició los hombros y el cuello para
bajar hasta la parte inferior de la
espalda. Julia se acercó a él y se relajó
con el calor que emitía su cuerpo. A
Michael se le aceleró la respiración
cuando comenzaron a besarse con más
intensidad y se abrazaron sin separarse
el uno del otro. Normalmente, cuando se
besaban, lo hacían al aire libre o en casa
de Julia. Pero en ese momento estaban
en el dormitorio de Michael, totalmente solos, por lo que no tenían que
contenerse.
La joven protestó cuando Michael se
separó de ella al fin, apartándola y
mirándola con seriedad.
—Julia —dijo con la voz
entrecortada.
Sin aliento, ella lo contempló.
—¿Sí?
—¿Quieres...? —Su vista se dirigió a
la puerta y de nuevo a Julia—. ¿Quieres
que te prepare la cama de la habitación
de invitados?
La joven suspiró lentamente y le
acarició la mejilla con la mano.
—No —respondió con decisión.
A Michael se le iluminaron los ojos,
que aún la observaban con atención. —¿Estás segura? —susurró cerca de
sus labios.
—Sí, muy segura. —Se ruborizó,
aunque no le tembló la voz. Era lo que
deseaba: a él. Y, en esa ocasión, era de
verdad.
Michael la atrajo hacia sí y frotó la
mejilla contra la suya antes de
murmurarle al oído:
—Te quiero.
Era la primera vez que pronunciaba
aquellas palabras. El cuerpo entero de
Julia rebosaba amor, pasión y
sentimiento.
—Yo también te quiero —susurró—.
Me siento segura contigo.
Y, después, no dijo una sola palabra
más. No hacía falta decir nada más aquella noche.

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