capítulo 13

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—¡La madre del cordero, mirad qué
vistas! —exclamó Florian, nervioso,
mientras señalaba al suelo desde la
cápsula. Bajo ellos, el Támesis
serpenteaba por la ciudad como una
brillante cinta azul, flanqueado por el
Big Ben y el Parlamento británico,
semejantes a edificios en miniatura.
—Sí, estupendas —dijo Tamara,
inexpresiva. No supo que tenía miedo a
las alturas hasta que se montó en la
noria, de modo que permanecía sentada
en el banco del centro de la cápsula,
aterrorizada, de la mano de Gaby.
—Son fantásticas —añadió Axel.
Estaba junto a Florian, grabando las
vistas con la cámara—. Vale que te
cuesta un ojo de la cara subir al London
Eye, pero merece totalmente la pena.
Julia se encontraba en el otro lado de
la burbuja, escuchando cómo Michael le
señalaba todos los lugares de interés. Él
ya había estado en Londres varias veces,
así que sabía dónde encontrar los
monumentos más famosos.
—Sonreíd, tortolitos —les gritó
Florian en ese preciso momento.
Miraron de soslayo y les tomó una foto
con el móvil.
—¿Qué tipo de pájaro es un tortolito?
—le preguntó Julia con una sonrisa
taimada.
—Es una paloma —respondió Florian guiñando el ojo—. Por aquí hay muchas,
¿no?
Michael le dirigió una agria mirada.
—Ja, ja. Qué gracioso. —El día
anterior, le habían puesto una multa por
dar de comer a las palomas en Trafalgar
Square—. ¿Cómo iba a saber que estaba
prohibido darles de comer a los
pájaros? No llevan ninguna pancarta en
la que ponga «Somos la mayor plaga de
Londres».
Julia lo rodeó con sus brazos.
—Pues a mí me gustó que quisieras
dar de comer a las palomas —dijo con
una sonrisa—. Estabas monísimo con las
manos llenas de migas de pan y una
bandada entera de pájaros rodeándote.
Michael se rio. —Ya, ojalá la policía hubiera pensado
lo mismo.
—¿El qué? ¿Qué estabas monísimo?
—soltó Axel.
Michael y Julia se echaron a reír. Era
su tercer día en Londres y se lo estaban
pasando fenomenal. La noche anterior
habían ido al concierto de Moritz y ese
día tenían pensado cenar en Hyde Park.
Las chicas habían ido al supermercado
Tesco por la mañana a hacer la compra,
que guardaron en su habitación.
—Espero que no se la coman los
ratones —había señalado Gaby con
sarcasmo, pues el albergue no era
precisamente el lugar más limpio con el
que se habían encontrado.
—¿Ya hemos llegado? —preguntó Tamara, quejumbrosa, poniéndose en
pie con las piernas temblorosas para
atreverse a mirar por la ventana—. Ay,
dios. Ya casi está. Qué ganas tengo de
bajar de este trasto.
Minutos después, el grupo dejó la
burbuja y entró en la tienda de recuerdos
ubicada frente a la noria. Gaby, Julia y
Tamara pasaron primero, cogidas del
brazo y seguidas de los chicos. Al
comenzar las vacaciones, habían jurado
solemnemente no convertirlas en un
viaje de parejas y, hasta el momento, lo
habían logrado. Ni siquiera Julia había
pasado mucho tiempo con Michael,
quien se juntaba sobre todo con los
chicos y dormía en otra habitación.
Gaby y Axel también se estaban comportando.
Axel hablaba animado con Michael
cuando entraron en la tienda. Al fin
parecía haber superado el hecho de que
Michael en un principio no hubiera
tratado a su prima con respeto. Julia los
contempló con una sonrisa; Axel debía
estar feliz por ella, pues el verano
entero había sido una alegría tras otra,
tal y como se lo había imaginado en
sueños. Sin embargo, al acabar el
verano, Michael se mudaría a Graz,
momento que Julia no deseaba que
llegara nunca: lo echaría mucho de
menos.
—Tío, ¿estás bien? —oyó a Axel
exclamar tras ella. Julia se dio media
vuelta y vio a Michael sentado en una silla plegable junto a la entrada. Florian
se encontraba junto a él, abanicándolo
con un periódico mientras le ofrecía una
botella de agua.
La joven se acercó a él, rauda.
—¿Te molesta el calor? —preguntó
mientras le acariciaba la frente. Estaba
fría como el hielo, a pesar de las altas
temperaturas.
Michael negó con la cabeza.
—Estoy algo mareado —masculló—.
Voy a quedarme sentado un rato.
—¿Puede haber sido por culpa de la
noria? —pensó Tamara en voz alta.
—Quizá —respondió Julia, ausente.
Se puso de cuclillas y se quedó junto a
Michael hasta que los demás terminaron
de comprar sus recuerdos. Esos mareos estaban empezando a preocuparla;
estaba tan pálido como el día en que se
ausentó del trabajo la semana anterior.
¿Qué le sucedía?
—Me llevo a Michael al hotel —dijo
con decisión una vez que hubieron
salido de la tienda—. Quedamos en
Hyde Park esta tarde, o en el césped
junto a la estatua de Peter Pan.
—¿Estás segura? —preguntó Gaby—.
¿No quieres que te acompañemos?
—¿Y estropearos la última tarde en
Londres? Ni hablar.
La mañana siguiente regresarían a
Salzburgo y Julia sabía que Gaby se
moría por visitar unas cuantas tiendas
góticas en el Soho, por las que habían
pasado el día anterior. —Vale, como quieras. —Axel le dio
una palmadita a Michael en la espalda
—. Cuídate, tío. Hasta luego.
Julia le apretó bien fuerte la mano a
Michael cuando emprendieron el camino
de regreso a la estación de metro, donde
esperaba que hubiera también autobuses:
llevar a Michael al hotel en un tren
repleto de gente y con altas temperaturas
no era la mejor de las ideas. Y, al
parecer, él pensaba lo mismo, pues
señaló un taxi que se encontraba junto a
la estación.
—Vamos a coger un taxi —dijo
cansado.
—¿Estás loco? —Julia lo miró con
sorpresa—. Nos va a costar un riñón.
¿Tú sabes lo lejos que está el albergue? El joven esbozó una lánguida sonrisa.
—Vaya. ¿No te alegras ahora de tener
un novio rico?
Julia se encogió de hombros y no dio
respuesta. Michael tenía razón: podía
permitírselo. Sin embargo, se sentía
insegura cuando su novio derrochaba el
dinero así como así; no era que le
gustara presumir, sino que estaba
acostumbrado a un estilo de vida
radicalmente distinto.
La joven suspiró cuando se sentaron
en la parte trasera del taxi.
—A Hyde Park Hostel, por favor —
dijo con su mejor acento británico. El
conductor asintió, puso en marcha el
taxímetro y arrancó el vehículo. Treinta
minutos después, Michael le abonó al taxista una ingente cantidad de dinero,
aunque a Julia la tranquilizó el hecho de
que llegaran tan pronto. Michael seguía
muy pálido y probablemente quisiera
descansar en su cama.
—¿Subimos? —propuso Julia cuando
el taxi dio la vuelta a la esquina para
desaparecer.
Pero él negó con la cabeza.
—Quiero ir al parque y sentarme bajo
los árboles. Me sentará bien.
Era lo mismo que había hecho la
semana anterior y que tan bien le
funcionó, así que estuvo de acuerdo.
—Vale. Espera a que suba a coger
algo de beber y un libro —dijo—. No
tardo nada.
Mientras subía las escaleras, jadeante —el ascensor del albergue no
funcionaba y sus habitaciones estaban en
la cuarta planta—, pensó en qué libro
llevarse. Michael y ella habían estado
leyendo poemas de la recopilación de
Daniil Jarms antes de embarcar en el
avión hacía unos días, así que optó por
ese.
—Vale, ya estoy —dijo con toda la
alegría que logró sacar de sí cuando
salió del albergue. Michael seguía
blanco como la nieve y no se sentiría
mejor si tenía a Julia siempre encima.
Era mejor idea «darle un pedacito de
sol», como él lo llamaba. Siempre que
la joven le contaba sus historias y no
dejaba de hablar y sonreírle, él la
llamaba su «sol», como en el poema que le había escrito. Julia sabía que era
bastante cursi, pero le daba igual: seguía
tan enamorada de Michael que nada
relacionado con ellos dos le parecía una
ñoñería.
De camino al parque, hacia el jardín
en el que habían quedado con los demás,
Julia comenzó a silbar una alegre
melodía. Minutos después, Michael se
desvió de la senda y tiró de ella hacia un
castaño grande y nudoso que se
encontraba en medio del jardín.
—¿Nos sentamos aquí, bajo el árbol?
Los dos escogieron un lugar a la
sombra. Michael contempló a Julia con
una sonrisa mientras esta hurgaba en el
bolso en busca de unas latas de refresco
y unas patatas fritas. —¿Vas a leerme? —preguntó
ilusionado cuando lo siguiente que sacó
la joven del bolso fue el libro de poesía
de Jarms.
Julia asintió.
—Ese es el plan. ¿Por qué no te
tumbas con los ojos cerrados y un
refresco a mano?
Obediente, cogió una lata, se apoyó en
el tronco del castaño y cerró los ojos.
Julia hojeó el libro, que antaño
perteneció a su abuelo, a quien siempre
le había fascinado la literatura rusa y
que, tras su muerte, le dejó su colección
de poesía traducida. Su nieta había leído
aquel libro innumerables veces, pero era
la primera ocasión en que lo compartía
con un ser querido.
En voz baja, leyó algunos de sus
poemas preferidos: Un romance, Petrov
y Kamarov y Una canción. De cuando
en cuando, miraba a Michael para
comprobar si seguía despierto, y cada
vez que lo hacía, observaba una débil
sonrisa en sus labios. Aún estaba
sentado con los ojos cerrados, pero su
rostro ya había recuperado el color.
A continuación pasó la última página y
leyó el poema final del libro.

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