—Me voy corriendo a casa de la
abuela —gritó Julia desde el vestíbulo mientras se ponía las zapatillas de footing—. Os veo allí, ¿vale?
—Te esperaré en la puerta con una
medalla de oro y un coro que cante el himno nacional —bromeó la señora Gunther, asomando la cabeza por la puerta de la cocina—. Pásatelo bien.
Julia descendió tranquilamente la calle que llevaba al bosque y no empezó a correr hasta que la rodearon los árboles.
Era una preciosa mañana de sábado y el bosque estaba tranquilo y en calma, pues no oía más que los sonidos habituales de la naturaleza y los rítmicos latidos de su corazón. Por eso le encantaba correr por
el bosque: en medio de la calma,
siempre se desvanecían sus
preocupaciones. Para ella, era como
meditar.
Julia se salió del camino marcado y
corrió entre la maleza hasta llegar al pie de su roble. Se apoyó en el tronco y ralentizó la respiración mientras abría la botella de agua que llevaba en la pequeña mochila. También cargaba con ropa limpia para poder cambiarse después del ejercicio, así como con el boletín de calificaciones finales, pues su abuela aún desconocía las notas con las
que Julia se había graduado.
En todas las asignaturas había sacado muy buena nota, pero con las que Julia estaba más satisfecha era con las de Música: tenía la calificación más alta de la clase gracias a la canción que compuso. Si Michael supiera que estaba dedicada a él... lo más probable es que se partiera de risa.
Con dulzura, tarareó la melodía para
sí y se sintió enormemente sola mientras apoyaba la cabeza en la agrietada corteza del árbol. Por encima de su cabeza, las hojas susurraban en el repentino viento, como si el bosque le respondiera con otra canción. En la distancia, gorjeó un pájaro.
Tras varios minutos rememorando,
Julia decidió dar por terminado el
descanso. Se puso en pie y estiró las piernas mientras guardaba la botella de agua, tras lo cual se sintió los músculos firmes y calientes. A buen ritmo, recortó entre la maleza para continuar por el camino de tierra que atravesaba el bosque; quince minutos después, llegó al final de la arboleda junto a Eichet. La carretera principal que llevaba al pueblo estaba desierta, por lo que Julia corría por el centro de esta y sus zapatillas golpeaban el asfalto como un manso mantra. En el calor de aquella mañana de finales de junio, sentía el límpido sudor en la piel, el vigor que le recorría todo el cuerpo. Era justo lo que necesitaba: correr siempre la había revitalizado tras gastar todas sus fuerzas
en las preocupaciones del día a día y últimamente le habían estado chupando demasiada energía.
Michael diciéndole: «Ya nos
veremos». La voz de su padre que se
mezclaba con las palabras de Michael:
«Vendré a visitaros siempre que pueda».
Promesas que no valían nada.
Su mejor amiga, Gaby, era un soplo de aire fresco a ese respecto; siempre había sido totalmente sincera y ni se molestaba en andarse con rodeos. Cuando Julia y Gaby se conocieron en el instituto, Gaby ya tenía la costumbre de vestir de forma
estrafalaria y llevaba a todas partes una mochila negra decorada con parches de Placebo y Nirvana, a pesar de las reprimendas de los profesores.
—No me importa sentarme contigo —
declaró Gaby a una tímida Julia en su primer día de clase y dejó caer su vieja y andrajosa mochila en el pupitre—. Eres la única persona de la clase que no parece una falsa.
—¿Cómo...? ¿Cómo lo sabes? —
preguntó Julia, algo desconcertada.
—Tus ojos me dicen que no te gusta la gente, así que tampoco te molestas en mentir. No eres una falsa.
De inmediato, Julia se sintió protegida por el comportamiento exagerado y rebelde de Gaby en clase. Más tarde, Gaby le confesaría que ella también se
sentía segura con Julia porque rezumaba paz y tranquilidad. Los padres de Gaby eran extrovertidos y ruidosos, contaban con un gran círculo de amistades y casi no tenían tiempo para estar con sus dos
hijas. Tamara se había adaptado y
desempeñaba el papel de la hermana mayor responsable, que nunca había supuesto una carga para sus padres; sin embargo, Gaby se mantuvo en sus trece
y decidió vestirse como las estrellas de rock a las que adoraba y a las que sus padres aborrecían. A pesar de todo, Tamara y Gaby se llevaban muy bien.
Julia giró la esquina y avistó a su
abuela, que la esperaba en el jardín.
—Date prisa, Julia —gritó—. Que se
te enfría el té.
Su madre y su hermana habían ido en bicicleta y ya estaban en el salón,
tomándose el té con un trozo de
bizcocho de jengibre. Julia le dio un beso a su abuela en la mejilla y, al
entrar en la casa, se quitó las zapatillas en el vestíbulo.
—Voy a lavarme —jadeó y subió las
escaleras de dos en dos. El agua de la
ducha se calentó rápidamente, así que solo tardó diez minutos en ducharse y regresar a por su té y bizcocho.
—¿Tienes algún plan para este
verano? —curioseó su abuela—. Al fin y al cabo, tienes tres meses libres.
Julia se encogió de hombros.
—No lo sé. Supongo que podría
buscarme un trabajo.
Su madre no tenía dinero para
llevarlas de viaje. Julia contaba con
pasar las vacaciones en Salzburgo, pero ahora que había llegado el verano, los tres meses que tenía por delante parecían interminables. No empezaría la universidad hasta primeros de octubre,
de modo que tenía todo el verano para conseguir un empleo y ahorrar algo de dinero, pero lo cierto es que no le entusiasmaba la idea. El año anterior se volvió loca de atar tras solo dos semanas preparando pedidos en una rancia fábrica de ropa.
—Axel me dijo que se iba a Londres
—comentó su abuela—. ¿No se fue la
semana pasada?
Julia negó con la cabeza.
—Florian se puso enfermo, así que
han pospuesto el viaje.
—¿Y por qué no te vas con ellos? Así
puede que te animes.
Julia bajó la cabeza y sintió que la
habían pillado: su abuela tenía un sexto sentido para estas cosas. Siempre que le sucedía algo, su abuela no tardaba en
averiguarlo.
—Estoy bien, gracias —respondió
para no preocupar a Anne y a su madre.
Rápidamente rebuscó en su mochila el boletín de calificaciones.
—Toma, mira mis notas.
Su abuela se rio entre dientes y Julia
no pudo sino sonreír ante lo estúpido de su comportamiento: parecía como si quisiera probar que su vida era
fantástica solo porque había sacado
buenas notas.
—Julia ha sacado la mejor nota de la
clase en Música —dijo Anne mirando a su hermana con orgullo—. Tocó una de sus canciones.
—¿Por qué no se la tocas a la abuela
dentro de un rato? —propuso su madre.
Genial, iba a tener que tocar la
tristemente famosa canción que le
recordaba a aquella persona en concreto a la que quería olvidar.
—Sí, pero dejadme que me acabe
primero el té —se quejó.
Cuando Julia se escapó al jardín
trasero después del té y de la actuación musical a la que era tan reticente, su abuela la siguió y ajustó su paso al de Julia en la senda de los rododendros.
—Mi querida Julia, ¿qué te pasa? —
preguntó con dulzura.
Julia suspiró:
—Nada, de verdad. Solo... tengo que
olvidarme de cosas que debería haber olvidado hace mucho tiempo. —Se dejó caer sobre un banco situado entre dos grandes arbustos.
—¿Cómo se llama? —preguntó la
anciana tras un momento de silencio.
—Michael —susurró Julia, con la voz
agarrotada en la garganta.
—¿Esa canción se la escribiste a él?
—Abuela, pareces adivina —exclamó
Julia, malhumorada.
Su abuela le regaló una sonrisa
torcida, casi una mueca traviesa, antes de regresar a su rostro adusto.
—Te ha dado inspiración y es algo
maravilloso que tendrás para siempre.
El amor que sentías por él no es algo
perdido, sino que aprenderás a dárselo a otra persona una vez que hayas olvidado su recuerdo.
—¿Dárselo a otra persona? No creo
que pueda. Fue todo tan intenso que me ha consumido por dentro, por mucho que ya sepa que no se merecía mi amor.
Julia se quedó en silencio, con la vista fija en la bola de cristal verde oscuro que decoraba el jardín de rododendros.
En el vidrio convexo de la esfera se
reflejaba una versión extraña y
distorsionada de la joven en un mundo lejano de color verdoso. Sería maravilloso poder escapar y
desaparecer en una burbuja de ensueño como aquella.
Cerró los ojos y luchó contra las lágrimas. Era absurdo: debía pelear. Su abuela le había dirigido palabras dulces y sabias, pero no pudo sino echarse a llorar cuando se sentó junto a ella en el banco y le pasó un brazo por los hombros.
—No te culpes por llorar por aquello
que has perdido, cariño, pero recuerda apreciar lo que todavía tienes.
La abuela tenía razón: aún tenía
aquellos poemas que escribió en su
diario sentada bajo el roble mientras
soñaba con Michael. Aún contaba con aquella canción, la inolvidable melodía que tocó en la ceremonia de graduación ante un público embelesado, tras lo que
su madre se emocionó al entregarle un ramo de flores en el escenario. Julia guardaría esos momentos en su corazón durante mucho tiempo.
Aquella tarde, la canción de Julia
inundó las estancias de la acogedora
casa de Eichet por vez primera. En su mente, siempre la había llamado La canción de Michael, pero ya no lo
volvería a hacer. Se había decidido a
apartar los sueños de los dos juntos y
dejar hueco en su corazón para algo
nuevo.
—Vamos, Julia. Va a ser increíble —
dijo de sopetón la metálica voz de Gaby al otro lado del teléfono.
El fin de semana había llegado a su fin y Julia estaba ocupada rastreando ofertas de empleo en el periódico de la ciudad. Consideró que, al fin y al cabo, sería una buena idea buscarse un trabajo
de verano, pues así podría ahorrar
dinero para irse de vacaciones con
Gaby. Sin embargo, hasta el momento no le entusiasmaban demasiado los
anuncios de la página de clasificados.
Todos los puestos de trabajo que
figuraban en el Salzburger Fenster eran patéticos: el anuncio más destacado del día era el de una agencia de modelos que buscaba chicas rubias de la talla 34.
Con un gruñido de frustración, Julia
tachó la oferta con rotulador rojo.
—¿Y cuánto valen las entradas? —
preguntó intentando parecer más
interesada de lo que estaba en realidad.
Gaby tenía el repentino convencimiento de que debían ir a ver a un grupo de versiones de Siouxsie and the Banshees
que tocaba aquella noche en el bar
Shamrock.
—Nada, tonta —vociferó Gaby a
través del auricular—. Es un grupo de versiones que va a tocar un lunes por la noche. ¿Hace falta decir algo más? ¿Quién en su sano juicio pagaría por algo así? Julia se rio.
—Vale, era una pregunta tonta. Pero
¿no querías salir a cenar con la pandilla esta noche?
—Y sigo queriendo. Podemos hacer
ambas cosas. El concierto no empieza hasta las diez, así que no puedes decir que no.
—Sí, ya empiezo a pillarlo. ¿También se vienen Axel y Florian?
—Tengo que convencerlos para que se vengan cuando les vea esta tarde. — Habían quedado en casa de Florian, que vivía en una mansión junto al río Salzach y cuya terraza era casi tan grande como su enorme dormitorio, ubicado en la primera planta. En verano, el grupo de amigos se solía juntar en la terraza para escuchar discos antiguos, beber cerveza y fumarse algún porro que otro. Florian siempre apoyaba en la fachada una escalera de mano para que sus amigos subieran a la terraza sin tener que entrar en la casa y molestar a sus padres. Aquella mañana, Julia había comprado latas de cerveza y botellas de refresco para que Florian les preparase radler.
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El Chico Del Bosque
Novela JuvenilJulia lleva años enamorada de Michael, el chico más guapo del instituto, y se siente la persona más afortunada del mundo cuando al fin se besan durante el baile de graduación. Sin embargo, su sueño no dura mucho: tras varias citas, Michael la deja p...