Julia sintió cómo se le acaloraban las
mejillas. De alguna forma, aquel poema
parecía tratar sobre ellos. Lo había
amado como a una flor cuyo nombre no
tenía en la memoria porque no sabía
quién era. Quería evocarlo una vez más
e intentar recordar la imagen de un joven
romántico y misterioso que ni siquiera
era real. Casi lo había arrebatado la
muerte y, además, la descripción
«hermosa compañera de infancia, del
grito insuperable» parecía ajustarse a
Michael a la perfección. ¿Qué giro del
destino la había obligado a leerle ese
poema de entre todos los sonetos de
aquel puñetero libro? Y, entonces, Michael le puso una mano
en el hombro. Julia parecía un ciervo a
punto de ser atropellado, con el rostro
sonrojado al cruzar su mirada con la del
joven, mientras intentaba controlar sus
pensamientos.
—¿De qué va el poema? —dijo con
una voz grave.
Oh, no. Michael la había calado: había
notado que el poema le recordaba a él.
Tenía que saber que la estaba poniendo
nerviosa, pero ya no estaba segura de
poder seguir resistiéndose a sus
encantos.
—No... no lo sé —tartamudeó—. No
soy experta en Rilke.
Michael sacudió la cabeza.
—Lo que quiero saber es qué significa para ti —masculló.
Julia tragó saliva cuando el joven se
acercó a ella. Entonces cambió la
energía de la estancia: quedarse allí era
demasiado peligroso y tenía que huir al
momento.
—Pues... Eh... No estoy segura —
contestó con evasivas y cerró el libro
repentinamente—. Lo siento, me voy a
beber algo, que tengo la garganta seca.
Se apresuró a levantarse y salió por la
puerta como un rayo, sin esperar una
respuesta. Con el corazón a punto de
salírsele por la boca, cruzó el rellano y
entró en la sala de descanso sin
aminorar el ritmo. Tras ella resonaban
los pasos de Michael. Jadeante y con las
manos temblorosas, cerró la puerta y se apoyó contra la encimera del rincón
derecho de la cocina.
Pero entonces se volvió a abrir la
puerta y Julia intentó escapar de
Michael, que acababa de entrar en la
estancia y se dirigía hacia ella.
—Vete —murmuró.
El joven se paró ante ella y sus ojos
preguntaban algo a lo que Julia no
quería responder. En silencio, Michael
levantó la mano y le acarició el brazo
con cariño.
—Te lo digo en serio —afirmó Julia
con voz ronca—. Déjame en paz.
El joven se acercó aún más y se
inclinó hacia ella, empujándola contra la
encimera. A Julia se le aceleró la
respiración cuando Michael, con la otra mano, le acarició la parte inferior de la
espalda.
—No puedo —dijo él con una mirada
de desesperación.
El día anterior le había dicho
exactamente lo mismo en la fiesta y
seguía siendo igual de absurdo e
inexplicable.
—¿Por qué?
Michael tomó aire y la miró fijamente
a los ojos, a centímetros de su rostro.
—Porque estoy enamorado de ti —
dijo tranquilo pero con decisión.
Aquello era absurdo. ¿De verdad
pensaba que Julia iba a tropezar dos
veces con la misma piedra?
Desconcertada, negó con la cabeza.
—No... no te creo —susurró tan bajo que apenas se la oyó, con los ojos
inundados de lágrimas. Debía decírselo,
pues tenía que protegerse, pero en
verdad deseaba poder creerlo.
Michael se tapó el rostro con la mano
y se enjugó una lágrima solitaria de la
mejilla.
—Lo siento —masculló.
Y entonces la besó. Muy suavemente,
la besó en los labios, en una tímida
caricia que casi ni se podía considerar
beso, pero el cuerpo de Julia no pensaba
lo mismo y respondió al roce como la
estopa al fuego. La cabeza intentaba
actuar de forma sensata, pero el corazón
no se lo permitía. El rubor le inundó las
mejillas cuando, con impaciencia, le
devolvió el beso. Sus suaves gemidos solo la excitaban aún más.
Todo parecía perfecto: aquel era el
beso que siempre se había imaginado
cuando fantaseaba con Michael. Le
rodeó el torso con los brazos y lo acercó
hacia ella aún más; le gustaba tenerlo tan
cerca. Mientras la abrazaba con fuerza y
respondía a sus fogosos besos con
similar pasión, Julia no podía sino creer
en que decía la verdad.
Por muy desconcertante que pareciera,
Michael estaba enamorado de ella de
verdad. Era real. Lo sentía en los latidos
de su corazón, en las caricias de sus
manos templadas y suaves, en la energía
que crepitaba entre ellos. Julia nunca
había sentido esa sensación antes, ni
siquiera durante aquella noche en su casa.
Michael tenía la respiración
entrecortada cuando, al fin, separó sus
labios de los de la joven. Le acarició el
rostro y sonrió.
—Tengo algo para ti —dijo en voz
baja mientras se sacaba una hoja de
papel doblada del bolsillo de los
pantalones.
Julia la aceptó con la mirada aturdida.
—¿Qué es?
—Lo escribí para ti anoche. —
Michael tenía la vista fija en el suelo—.
Es un poema.
—¿Para mí? —Julia estaba
boquiabierta. ¿En qué universo paralelo
un chico como Michael le escribía
poemas? Tenía que estar soñando: seguro que aún no se había levantado y
Gaby no tardaría en despertarla con un
almohadazo para sacarla de su mundo de
ensueño.
—Espero que me honres con su
lectura. Nunca antes había escrito algo
así. —El temblor inseguro de su voz le
derritió el corazón. Si no estaba
soñando, se trataba de un sueño hecho
realidad.
—Claro que voy a leerlo —se
apresuró a decir—. Solo estoy...
impresionada. La verdad es que no sé
qué decir.
La había besado, le había pedido
perdón y le había escrito un poema. No
existían palabras sobre la faz de la tierra
para describir lo que sentía. Su conversación privada se vio
interrumpida por los gritos de Martin
hacia Michael desde la escalera:
—¡Kolbe! ¿Puedes bajar? Hay clientes
que necesitan tu ayuda.
Michael dio un paso atrás y abrió la
puerta.
—Ahora voy —gritó sin dejar de
esbozar una pícara sonrisa.
Julia también le sonrió.
—Vete —dijo—. Ve a hacer tu
trabajo. Y gracias. Luego hablamos.
Cuando se cerró la puerta, con los
dedos temblorosos desplegó la hoja de
papel y resistió la tentación de empezar
a leerla de inmediato. Primero se dirigió
al hervidor de agua para prepararse una
infusión y, tras introducir una bolsita de té verde en la taza de agua hirviendo,
miró por el rabillo del ojo el poema
situado en la mesa y su mente voló al
beso que acababan de compartir.
Julia se acarició los labios con
suavidad y de pronto deseó que Martin
no hubiera llamado a Michael, pues no
le habría importado seguir besándolo.
Aunque seguía desconociendo aquello
que había desencadenado su cambio de
personalidad, entonces tenía algo muy
claro: lo que sentía por ella era real. Ya
no le cabía duda.
Cuando el té estuvo listo, Julia se
sentó a la mesa de la cocina y le dio un
sorbo antes de coger al fin la hoja para
leer el poema que Michael le había
escrito.En el horizonte,
casi tímidamente,
en voz baja y suave
te llamo.
Y tú, ¿me ves?
Acaricio el dorado amanecer
del ciclo de la vida.
Soy el ángel que está contigo.
Mi niña, mi estrella,
mi luz, mi amor.
Me abres los ojos.
Y tú, ¿me ves?Las lágrimas le inundaron los ojos:
había escrito un poema magnífico que le
hacía sentir como si Michael hubiera
estado a su lado en las innumerables
horas que había pasado en el bosque,
leyéndole la mente cuando soñaba,
cantaba y escribía poesía. Sus palabras
eran tan profundas y místicas que tenía
que contárselo a su mejor amiga en ese
mismo momento.
Cuando Silke irrumpió en la estancia,
Julia apartó rauda el poema.
—Hola, ¿qué haces aquí? ¿Ya te estás
tomando un descanso? —preguntó su compañera, sorprendida.
—Sí, tenía mucha sed. —Julia le
mostró la taza—. Pero ya me voy, que
tengo que terminar unas cosas.
—Perdona, no quería meterte presión
—gritó cuando Julia salió de la cocina
para dirigirse al almacén. Además de
acabar la tarea, también tenía que coger
el bolso, en el que guardaba el teléfono
móvil, pues debía contarle las buenas
noticias a Gaby.
«TNMOS q ablar. ¡¡¡M a bsado y m a
escrito 1 poema!!! ¿pueds sta noxe? bs».
En menos de un minuto ya había
recibido respuesta:
«¿¿¿Q??? ¡¡Qdamos YA!! Dspues dl
trabajo».
Julia guardó el teléfono, con el corazón a mil por hora. Era incapaz de
tranquilizarse: solo faltaban dos horas
para la pausa de la comida. ¿Michael le
dirigiría la palabra? Y, en tal caso, ¿qué
le diría? ¿Y qué le respondería ella?
—Hola, ermitaña. —La cabeza de
Donna asomó tras el marco de la puerta
a las doce y media—. ¿Vienes? Es la
hora de comer.
Julia se puso en pie con dificultad, ya
que tenía las rodillas doloridas de
gatear por el suelo tras haber estado
buscando un libro en el estante inferior
de la sección de la letra r.
—Sí, ahora voy —respondió, a pesar
de no contar con demasiada hambre.
Tenía el estómago encogido.
Caminando despacio y abrazada a la fiambrera, siguió a Donna hasta la sala
de descanso, en la que Marco, Michael y
Martin habían ocupado la mesa junto a
la cafetera. Silke se estaba sirviendo un
vaso de zumo en la encimera y se giró
cuando entraron las chicas.
—¿Os parece bien si nos sentamos las
tres juntas? —preguntó entre risas—. Ya
veo que en esta librería no está bien
visto el contacto entre hombres y
mujeres. —Señaló la «mesa de los
chicos».
Julia se mordió el labio. Estaba claro
que Silke no sabía lo íntima que había
llegado a ser la relación entre algunos
de los empleados.
—Me parece que estás llegando a una
conclusión errónea —comentó—. Yo creo que lo que pasa es que en esa mesa
solo pueden sentarse aquellos cuyo
nombre empiece por m.
Donna rompió a reír.
—Tía, se te ha ido la pinza con eso de
haberte pasado toda la mañana
ordenando libros en el almacén. ¡Has
empezado a clasificar a la gente por
orden alfabético!
Mientras reían y charlaban, las chicas
se sentaron en la otra mesa. Julia
observó furtivamente a Michael, quien
la seguía con la mirada. La joven le
dirigió media sonrisa dubitativa, tras lo
que él le sonrió con todo su atractivo.
Intentando evitar una mueca tonta, se
apresuró a sentarse a engullir su
bocadillo de queso.
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El Chico Del Bosque
Teen FictionJulia lleva años enamorada de Michael, el chico más guapo del instituto, y se siente la persona más afortunada del mundo cuando al fin se besan durante el baile de graduación. Sin embargo, su sueño no dura mucho: tras varias citas, Michael la deja p...