Capítulo 15

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El viernes de la semana en la que Citlally y yo cortamos, salí con mis amigos a un antro en San Pedro. Antes de ir, me quería asegurar de sentirme lo suficientemente bien esa noche, por lo tanto, me tomé dos aspirinas y me dije a mí mismo en el espejo:

«Hoy estás sano. Hoy será una buena noche. Hoy te olvidarás de tus problemas. Hoy serás tú mismo» y antes de salir de casa me encontré con Patricio preparando un pastel.

—¿Para quién es? —pregunté.

Mi hermano me miró sin ninguna expresión en su cara y siguió batiendo la masa.

—¿Eres sordo o qué pedo? —grité.

Patricio se volteó hacia mí y con su mirada molesta me respondió:

—Qué te importa.

—¿Para Ana? —insistí.

—No —dijo y comenzó a tararear una canción mientras caminaba al refrigerador y sacaba un cuadrito de margarina y lo colocaba en un molde. Esparció todo por el molde con ayuda de sus dedos y después sacó chocolate en polvo y espolvoreó un poco. Logró que todo el polvo se quedara en el molde pegado gracias a la margarina, comenzó a verter la masa y luego con ayuda de una miserable depositó toda la masa posible en el molde.

Después de verlo hacer todo eso, me quedé pensando y exclamé:

—¡Ah, ya sé! Para mí.

Patricio se comenzó a reír, sarcásticamente y gritó un fuerte:

—¡NO!

—¿Entonces para quién chingados es? —volví a preguntar y Patricio se puso frente a mí y dijo:

—Ya te dije, no te importa.

Y ahí me cayó el veinte de todo. Comencé a reír y a mover la cara de un lado para otro.

—¡Ya sé para quién es! Citlally.

Patricio gruñó un poco y me ignoró, porque claro, yo estaba en lo correcto.

—Bueno, cuando le des ese delicioso pastel, dile que le mando saludos y que cuando quiera verme aquí estaré.

Él no me respondió y siguió en lo suyo, guardando ingredientes, metiendo al horno el molde, sacando el betún, coloreándolo, etc. Para Patricio es un arte hacer pasteles, le encanta pasar horas en la cocina haciendo postres. A mí me gusta cocinar, pero comidas, hacer arroz, sopa, freír, calentar, esperar y todo lo que cocinar representa. Mi mamá nunca fue la típica señora que le hace todo a sus hijos, ella en cambio siempre quiso que nosotros fuéramos independientes y como decía ella:

«Y es que si no, cuando yo falte ¿qué harán ustedes sin mí? No, no... Ustedes sabrán hacer las cosas con sus propias manitas, lavar, planchar, recoger, cocinar, trapear y barrer, no me importa que sean hombres, son seres humanos, igual que las mujeres, seres humanos que deben saber las cosas básicas de la casa».

Y mi padre, por otro lado, nos enseñó un poco de mecánica en su momento, aprendí cómo cambiar una llanta de carro, y eso ya era decir mucho. Ni Patricio ni yo éramos lo que se podía decir, un estorbo para la sociedad, ambos éramos totalmente útiles.

Salí de mi casa con una mochila en la espalda y una gorra color roja en la cabeza, y caminé unas cuantas cuadras para llegar a la avenida, donde tomé un taxi que me dirigió a casa de Edgar, donde estarían mis amigos esperándome.

—Son sesenta pesos —dijo el taxista cuando llegamos a casa de mi amigo. Le entregué el dinero y salí del auto. La casa de Edgar estaba pintada de un color café hogareño y casi siempre olía a limpiador de piso, específicamente, limón. Edgar salió de la casa con un short color azul y una camisa de las que te pones cuando lavas el carro para que tus papás te den dinero, o bueno, por lo menos yo lo hacía. Me saludó deslizando su palma por la mía y luego golpeando nuestros nudillos.

Lo que no es para siempre (Cosas que no duran #2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora