Capítulo 25

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Te acostumbras, ¿sabes? A sentirte mal. Los días malos se vuelven comunes, los dolores se vuelven algo cercano a ti y algo con lo que es más difícil de lidiar cuando te dan varias veces a la semana. Vomitar pasa de ser un: «¡No mames, ayer vomité!» A un: «Ah sí, ayer vomité».

La vez pasada no me había pegado tanto, tal vez porque estaba más chiquito y no me daba cuenta de la gravedad de lo que sucedía, aunque me sentía igual de mal, era diferente, tenía a mi papá, y eso cambiaba muchas cosas. El ya no tener a mi papá era lo que más me dolía de estar enfermo, el no poder escucharlo hablarme, el no poder contar con su presencia o sus cuidados. Su ausencia era lo que más me mataba, o al menos es lo que creo en este momento.

Fui el domingo a misa y casi se me cae la cara de vergüenza cuando toda la gente de la iglesia que había escuchado mis sermones de «sobreviviente de cáncer» me volvía a ver enfermo y preguntaba: «¿Qué no te habías curado?» Tenía ganas de gritarles en la cara que eran unos ignorantes.

La parte buena es que Citlally me acompañó y trataba de calmarme de todos los comentarios muchas veces estúpidos. Mi mamá le pidió al padre que al final de la misa, pidieran todos por mí, y él lo hizo.

«Les pido esta semana, una oración para las siguientes personas...» Y empezaba con la lista casi infinita de nombres de personas en estados de salud complicados, en su mayoría. Y luego dijo mi nombre: «Rodrigo Castillo Pérez» ¡PUM! Cayó como un bote de agua fría. Era un enfermo. Lo era de nuevo. Dentro de mí vivía algo que podía matarme. Y yo no podía estar más triste en ese momento.

Salimos de misa y mi mamá tenía una sonrisa malvada, miró hacia el confesionario y yo gruñí.

—¿Neta? Mamá, no tengo nada que confesar. Aparte, el padre ése me ODIA.

—¡No creo! —Exclamó con un tono común en las mamás—. Mira, Patricio ya salió, ve tú.

Torcí los ojos y caminé de muy mala gana al confesionario.

Abrí la puertecilla y entré.

—He pecado, padre —aseguré, pero ni siquiera se me ocurría un pecado. Antes sí los analizaba o hacía una especie de lista mental de las cosas «malas» que hacía durante la semana, pero en esa ocasión tenía mucho más en qué pensar que sólo en: «Mis pecados».

—¿Eres tú? ¡El chico fornificador! Vaya, tenías mucho sin venir.

El padre reía, o al menos eso se notaba en su voz.

Fingí una risa y luego suspiré.

—Sí, claro. El chico fornificador, ése soy yo. Bueno, padre. El punto es que he pecado, pero no sé qué fue lo que hice mal.

—Todos cometemos errores, hijo. Recuerda sólo uno de los últimos días y Dios lo perdonara.

—Ah, ahora que lo recuerdo. Provoqué que golpearan a un ex amigo. Y también vi un video, y aclaro, me mandaron un video porno de mi ex novia y SÓLO por eso lo vi. El porno no es lo mío.

—Ah, gracias por esa aclaración. Dios la tomará en cuenta.

—Y pensé que mi ex era una zorra.

—Bueno, si grabó un video pornográfico, digamos que no es la oveja más decente de Dios.

—No, no lo es —contesté y volví a suspirar—. Padre, me estoy muriendo.

—¿Te estás muriendo? —preguntó.

—Tengo cáncer —susurré apenado.

—Lo lamento muchísimo, hijo. Haré una oración por ti. Y ten por seguro que con la bendición de Dios, saldrás de ésta.

Lo que no es para siempre (Cosas que no duran #2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora