El emperador

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No sabía quién me estaba hablando, decidí no mirar porque me habían dicho que no me moviese.
-¿Quién eres?- dije mientras miraba a la pared
-Oh, perdona, yo soy el emperador Alejandro III de Macedonia.
Cuando lo dijo quedé impactada. No me pude resistir y giré mi cabeza para ver su rostro.
Su piel era blanca y lisa. Tenía una mirada dulce dirigida hacia lo alto. Sus ojos eran límpidos y brillantes, su barbilla era redonda y su frente prominente. Sus cabellos rizados caían desordenadamente sobre la frente. Su cuello estaba ligeramente girado hacia el hombro izquierdo y su pose era confiada. El aura que desprendía parecía divina.
No me lo podía creer tenía delante al mismísimo Alejandro Magno, mi personaje histórico preferido.
-Es un placer conocerte, sacerdotisa
-El placer es mío- dije haciendo una reverencia
Estaba bastante nerviosa y asombrada
-¿Cuál es tu nombre?-me preguntó
-Mi nombre es Isabella
-Así que el nombre de la sacerdotisa es Isabella, es un nombre peculiar pero muy hermoso
-¿Le puedo hacer una pregunta?
-Claro, dime lo que quieras
-¿Por qué me llama sacerdotisa?- dije intrigada
-Es porque eres la sacerdotisa de la profecía
-¿Qué profecía?
-Te lo contaré todo está noche, las sirvientas os van a vestir con ropas de aquí
-¡Espere! No me deje con tantas dudas
-Lo siento mi querida Isabella, tendrás que esperar. Yo he esperado por ti 2 años.
-¿2 años?
Alejandro se fue y yo me quedé muy confusa. ¿Qué quería decir con eso?
Me quedé esperando en aquella habitación, cuando pasaron unos minutos llegaron las sirvientas.
-Puedo vestirme yo sola-dije
-Lo siento pero por orden del rey debemos vestirla- dijo una de las sirvientas
No pude negarme, así que no me resistí. Me quitaron el vestido, lo miraban con una expresión extraña. Nunca habían visto algo igual en su vida. Primero me pusieron una túnica sin mangas que llegaba hasta las rodillas y se ceñía a la cintura. Después un manto rectangular que se echaba sobre el hombro izquierdo y se recogía por el lado opuesto.
Cuando terminaron se dispusieron a peinarme. Partieron mi cabello en dos mitades y lo cepillaron hacia atrás, recogiéndolo en un moño común en la época. Parecía una auténtica griega.
Las sirvientas se fueron y me quedé sola en aquella habitación de nuevo. Ya se había hecho de noche.
Me quedé pensando en todo lo ocurrido, tenía demasiadas dudas. ¿Por qué Alejandro me ha acogido en su palacio?
Alguien entró a la habitación, sacándome así de mis pensamientos. Era un soldado.
-Ya es hora de la cena, el rey la está esperando
Seguí a aquel soldado hasta llegar a una especie de comedor. Allí estaban Sofía y Rachel, sentadas al lado de una gran mesa. Me alegré de qué estuvieran bien, mi rostro presentaba una sonrisa. Al igual que a mí las habían vestido. Parecía que ellas no habían abierto la boca, estaban algo asustadas. Era normal no comprendían nada de lo que pasaba, aunque yo estaba casi igual que ellas. Pero la diferencia era que yo no tenía miedo, con solo mirarlo a los ojos sabía que Alejandro no tenía ninguna intención malvada.
Me senté junto a ellas y seguidamente llegó Alejandro.
-Como lo pensaba estás bellísima con ropas griegas- dijo dirigiéndose a mí
Me sentí halagada. Se sentó en una silla situada en el extremo de la mesa, como cualquier rey. Los sirvientes empezaron a traer grandes manjares. Todo tenía una pinta deliciosa. Sofía me miró.
-¿Has descubierto algo?-susurró
-No, pero no tenéis que tener miedo.
-Pues disfrutemos de la cena-dijo
-Claro
Todo estaba delicioso. No era como la comida actual, eran comidas más naturales. Había muchas frutas y carne.
Cuando terminamos, los sirvientes recogieron todo.
Alejandro se levantó y nos miró.
-Vosotras dos podéis ir a vuestras habitaciones, tenéis todo listo para vuestra mayor comodidad.
Sofía me miró preocupada. Su mirada decía ¿de verdad te puedo dejar aquí? Sabiendo esto le contesté
-Tranquila, puedes marcharte
Rachel tomó la mano de Sofía y se fueron juntas a sus habitaciones.
-¿Te gustaría dar un paseo?
-Me encantaría.
Paseamos por los exteriores de el palacio. Era una noche estrellada, mucho más que en mi época. Era precioso.
Alejandro se detuvo y me miró a los ojos.
-Te contaré todo ahora, sacerdotisa
-Te escucho.
-Mi padre Filipo se casó con Cleopatra, la sobrina de Atalo, un noble macedonio. Dejando así a mi madre. Yo me enfrenté a Átalo en el banquete de bodas y tras ese suceso me exilié a Epiro junto con mi madre Olimpia. Durante ese período de tiempo que estuve en Epiro me sucedió algo extraño. Se me apareció una luz que hablaba mientras soñaba.
Esa luz me dijo que debía liderar Grecia y derrotar a los demonios. De repente en mis manos apareció una espada, era espléndida. Me dijo que era una espada sagrada que solo yo debía tener. Después me contó que dentro de poco vendría la sacerdotisa. La sacerdotisa de Zeus.
-¿Sacerdotisa de Zeus?
-Sí, es una leyenda griega, que cuenta que una chica un tanto peculiar y muy hermosa, vendría de otro mundo para ayudar a los griegos en la batalla. Esta chica tiene poderes otorgados por Zeus, el dios del rayo. Y esa chica eres tú.
-¿Cómo sabías que era yo y no una de mis amigas?
-Porque en el sueño aquella luz me mostró tu rostro, tan hermoso. Cuando desperté del sueño, tenía la espada en mis manos. Sabía que había sido real todo lo que había visto. Después de tener aquella experiencia, mi padre fue asesinado por Pausanias, un capitán de su guardia. Yo fui coronado después de el suceso. Han pasado dos años de aquello. Te he estado esperando.
Pillándome por sorpresa me abrazó. Su cuerpo era cálido y desprendía un agradable olor.
Despegó su cuerpo del mío y puso sus manos sobre mis hombros.
-Tú eres la elegida, la sacerdotisa de Zeus.
-¿Qué es lo que debo hacer?
-Debes ayudarnos en la batalla contra los persas, nuestros mayores enemigos
No sabía qué hacer, sabía que si les ayudaba matarían a muchos soldados. No quería matar a nadie. Mi mirada estaba perdida, estaba pensando demasiado sobre aquello. Él lo notó.
-Tranquila tienes tiempo para asimilarlo, partiremos pasado mañana.
Pensé que era demasiado pronto para mí, pero debía afrontar la realidad.
-Está bien, déjame pensarlo.
Me despedí de él y fui directa a mi habitación.
Mi cabeza estaba hecha un lío. No sabía que debía hacer.
Llegué a mi habitación y me dormí inmediatamente. Estaba demasiado cansada.

La leyenda del colganteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora