Prefacio

8.1K 552 273
                                    


Julio, 2008.

Via del Tritone. Roma.

02:57 a.m.


Vi a Graham Sinclair sentado en la barra, bebiendo una cerveza en absoluta soledad. Su ondulado cabello negro lucía una pulgada más largo de lo que solía acostumbrar; lo que, a mi parecer, le confería un pincelazo de rebeldía nada propia de aquel que conocíamos.

Nadie platicaba con él; una novedad, puesto que su grupo de amigos era inseparable. No eran muchos, a decir verdad, aunque sí muy unidos. Di un rápido vistazo por si Rupert e Ian andaban cerca, y como no era el caso, de nuevo volteé para admirar de lejos lo bien que le sentaba esa playera negra de mangas largas. Nunca lo había visto con ese color.

—¿Por qué un chorro de baba se escurre de tu boca, Beth? —preguntó una voz estridente en mi oído derecho.

Aileen había regresado con dos vasos de la bebida especial de la casa. Ni siquiera hacía falta que volteara a ver al objeto de mi acoso porque estaba enterada del enamoramiento que inició meses atrás en el pasillo principal de Port Glasgow High School, tras un agudo dolor en las costillas y la indiferencia de Graham después de ayudarme a levantar los objetos del piso.

Ese día descubrí dos cosas: la primera era que no es cierto que un descuido, como tirarle los libros a alguien, fomente la atracción entre dos personas —o al menos no de forma bilateral—, y la segunda era que él y yo algún día saldríamos en una cita.

—Si tanto te gusta, ve y díselo —dijo con la coherencia de quien no ha consumido ni una sola gota de alcohol en toda la noche. Nada más alejado de la realidad—. Ya acabó la secundaria y un día, mientras estés en la universidad, desearás haberlo hecho. Y te volverás loca con los tantos hubieras que rondarán en tu cabeza. El no ya lo tienes asegurado, ahora ve por el .

Miré a mi mejor amiga con la terrible sensación de que tenía la razón.

Graham Sinclair era —y estaba— más bueno que el pan. A diferencia del ideal de galán de secundaria que tenía chicas por montón y era la estrella en los partidos de americano, él podía verse en el club de reciclaje y natación, asistiendo a misa los domingos y donando la ropa que ya no necesitaba en las recolectas de apoyo a los desprotegidos.

—¡Lo haré! —dije una octava más alta de lo normal.

Tomé de un solo trago la mitad del vaso. Si bien las copas anteriores me tenían achispada, nunca caía mal una dosis extra de valor.

Saldrá bien, me dije a mí misma. Después de todo, si era conocido por su notable afabilidad, las posibilidades de que aquello resultara un completo desastre se reducían un poco.

Además, la escuela ya había terminado y quizá después del viaje de graduación no lo volviera a ver. ¿Qué más podía pasar si las cosas terminaban en una terrible humillación?

—¡¿Qué?! —preguntó Aileen, lo que hizo que mis cálculos mentales se desvanecieran.

—Que lo haré. —Otro trago descomunal y la bebida desapareció—. Sostén esto.

El vaso desechable se aplastó cuando lo estrellé con poca sutileza en su pecho, nada consciente de mi fuerza, pero sí de todo lo demás, como las personas que se atravesaban en mi camino, los gritos de apoyo de mi amiga a mis espaldas, la creciente palpitación en mi cráneo, la súbita sequedad en mi garganta, el hormigueo en mis manos, y el revoloteo de las mariposas torpes que chocaban entre sí dentro de mi estómago.

DoppelgängerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora