Capítulo 26

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Graham despertó a finales de enero.

Tres días después de que yo recobrara la conciencia, me permitieron salir de mi habitación para ir a visitarlo. Decían que la inflamación iba bajando poco a poco, pero que el progreso —a pesar de ser casi nulo—, era significativo.

Si bien me mostraba renuente a creer lo que me decían los doctores, ellos no parecían manifestar signos de preocupación y eso evitaba que les exigiera intentar con otro tratamiento. Así que lo único que podía hacer era no dejar que mi impaciencia me consumiera.

Pasaba la mayor parte del tiempo posible en su habitación, viéndolo dormir. Su aspecto demacrado me partía el alma, verlo en ese estado era insoportable. Estaba peor que yo el día que desperté; sus moretones eran grandes, tenía más cortes de los que recordé verle en el auto, se había fracturado el brazo y un par de costillas. También le encontraron una fisura en el hueso coxal y, debido a la inflamación cerebral, temían que pudiera perder temporalmente la memoria, en el mejor de los casos, o inclusive algunas funciones cerebrales; pero eso solo se iba a poder saber hasta que abriera los ojos.

Para no caer en la desesperación, traté de hablarle con frecuencia; le contaba lo que sucedía en el hospital, los planes que me gustaría hacer cuando regresáramos a la granja y lo triste que estuvo mamá cuando se enteró de nuestro estado; también que ella insistía en querer verlo, pero no la dejaban pasar porque no era familiar directo. Incluso le dije que si en ese momento abría los ojos, iría por un juez de paz y nos casaríamos sin perder ni un instante más y que en la noche nos pondríamos a la tarea de hacer bebés, todos los que él quisiera. Sin embargo, no funcionó.

Poco a poco fui perdiendo la esperanza hasta que un buen día el doctor Wilson fue a mi habitación para decirme que Graham había abierto los ojos y estaba preguntando por mí.

Estaba recargado en los inmensos cojines de la camilla cuando llegué; había adelgazado bastante y lucía débil, pero al menos estaba vivo.

Lo abracé con fuerza e inmediatamente lo solté porque se encogió de dolor debido a la excesiva presión que apliqué sobre su torso.

—¿Cómo te sientes, Grahms? —dije entre sollozos.

Con sumo cuidado peiné su cabello que había crecido un par de centímetros.

—Creo que bien. ¿Tú cómo estás, Beth? Creí que no saldríamos vivos y cuando desperté y no te vi junto a mí, temí lo peor.

¡Dios! Había tenido tanto miedo de que cuando despertara no fuera él mismo, que ahora —al verlo y escucharlo—, sentía como si una gran carga hubiera dejado de pesar sobre mis hombros.

—Estoy bien. Me dieron el alta hace una semana, pero quise quedarme más tiempo para estar al pendiente de ti.

Sonrió y lo atraje a mi pecho con delicadeza para abrazarlo.

—Hubieras ido a la casa para que descansaras bien.

—¿Cómo iba a dejarte aquí solo, cariño?

Lo puse al día con todo lo que pasó durante el mes que estuvo inconsciente. Le alegró saber que mamá había estado exigiendo verlo y entendió cuando le dije que ya no iba con tanta frecuencia porque los viajes hasta el hospital eran agotadores para ella. También le conté que la construcción de la obra se había detenido por órdenes del arquitecto que quería esperarlo para que pudiera supervisar los detalles de su clínica; y que un vecino, el señor Graves, iba diario a cuidar y darle de comer a Charles III.

Pasó otra semana antes de que Graham adquiriera un aspecto saludable o, al menos, no tan desmejorado. Le dieron el alta varios días después con la condición de que si sentía mareos o dolor intenso, regresara de inmediato.

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