Capítulo 14

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Desperté con los primeros rayos del sol. El cielo estaba despejado y, según el hombre del clima, se vaticinaba un buen día. Aunque quise darme un baño largo para disfrutar del agua caliente sobre mi piel, creo que mi ansiedad me hizo apurarme como nunca antes; salí de la ducha en quince minutos y tardé otros veinte en secar por completo mi cabello. Me vestí con unos jeans ajustados, playera blanca de manga larga y botas de montaña, me hice una coleta alta y me puse un poco de máscara en las pestañas.

Miré el reloj. Todavía faltaba poco más de una hora para las diez.

En los anaqueles de la cocina no encontré más que una barrita energética, que devoré en menos de lo que canta un gallo. Una de las cosas que más odiaba de mí, era que cuando estaba nerviosa, ansiosa, estresada o alterada por algo, sentía unas ganas irrefrenables de comer.

Bajé a desayunar al restaurante del hotel. Tomé un gran plato de fruta, tres rebanadas de pan francés y un vaso con jugo de toronja de la barra del bufet. Mientras masticaba, abrí mi portátil para revisar mi correo y redes sociales; tenía un mensaje de Graham diciendo que me extrañaba.

Si bien una punzada de culpa atravesó mi corazón, no podía —ni quería—, retractarme de los planes de hoy; pronto Alex se iría a su país y lo más probable es que no nos volviéramos a ver.

Cerré la computadora sin tomarme la molestia de apagarla como es debido y terminé de desayunar.

Subí a mi habitación con la intención de corroborar, por última vez, la mochila que iba a llevarme. Según Alex, iríamos a acampar; aunque no especificó en dónde.

Metí mi celular en el bolsillo de enfrente, sin embargo, lo saqué a los dos minutos. No mentía al decir que en serio quería hacer esto, pero eso no alejaba el remordimiento que sentía cada vez que pensaba en mi novio; y si me llamaba, o me enviaba mensajes, cabía la posibilidad de que abandonara el barco a medio recorrido.

Le envié un mensaje de texto diciendo que iría a acampar con unos amigos y, que si no me podía localizar en esos días, no se preocupara; a los pocos minutos recibí su respuesta, diciéndome que me divirtiera. Apenas metí el aparato en el cajoncito del buró, lo olvidé por completo.

Tras darme el último vistazo en el espejo, quedé satisfecha con mi imagen. Al revisar la hora en mi reloj de muñeca, no pude evitar ver el anillo reluciente en mi dedo anular. Me sentí fatal al quitármelo y guardarlo —junto con el dije de corazón—, en el bolsillo de uno de los abrigos que tenía colgados en el armario.

Faltando cinco minutos para las diez de la mañana, bajé al lobby por las escaleras. En uno de los silloncitos estaba Alex, leyendo absorto el Daily Telegraph. Caminé hacia él, rodeando todo el vestíbulo para que no me viera llegar por atrás, puse mis manos frías sobre sus ojos y cerró el periódico.

—¿Quién soy? —pregunté, haciendo una voz grave y rasposa que, curiosamente, me recordó a Emeraude.

No me importó que fuera un juego estúpido, con él sentía que podía hacer cualquier cosa sin sentirme juzgada por mi ocasional infantilismo.

—¿Abuela? ¿Eres tú?

Me hizo reír que me siguiera el juego. Pasé a su lado para verlo de frente al tiempo que enterraba mis dedos en su cabello con la firme intención de despeinarlo; no obstante, apenas si pude revolver unos cuantos mechones, puesto que agarró mi mano con suavidad, se la llevó a los labios, y depositó un tierno beso sobre mis nudillos.

Sentí calor en mis pómulos; lo más probable es que estuviera roja, casi morada.

—Hice que te ruborizaras, Merybeth McNeil —dijo jocoso—. Me gusta. Creo que lo haré más seguido.

DoppelgängerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora