Capítulo 02

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Tuve que respirar profundo un par de veces antes de abandonar la tienda, esforzándome por aparentar una infinita calma nada acorde al nudo que sentía en la garganta ni a la picazón en mis ojos que amenazaba con desbordar lágrimas a la menor provocación.

La sangre que se acumuló en mi cabeza ocasionó que un dolor seco golpeara constante las paredes de mi cráneo, y mi corazón palpitó con más ahínco conforme mis pasos me acercaron a ese par. Por una fracción de segundo, consideré que sería mejor dar media vuelta y huir tan lejos como mis piernas me llevasen; sin embargo, ¿por qué habría de concederle esa cortesía?

Ambos se quedaron sorprendidos cuando, con una fuerza que no sabía que tenía, lo tomé del brazo para obligarlo a darme la cara. La chica, morena y hermosa cual modelo, de seguro no sabía que aquel idiota estaba comprometido; y él quizá no creyó que, de entre todas las calles de Londres, pudiéramos coincidir en su escapada romántica.

—Se acabó, Graham —escupí entre dientes al tiempo que mi mano chocaba con fuerza en su cara, dejándole la mejilla roja.

Si antes quería llorar por su traición, ahora estaba a nada de dejar salir las lágrimas por el apabullante hormigueo de mi palma que no hacía más que empeorar.

—¡Maldición! —mascullé, alejándome tan rápido como pude.

Caminé por varias calles hasta que llegué al parque St. James, me senté en una banca frente al lago y me quedé ahí hasta que el cielo se tornó de un naranja vibrante. El frío traspasó la tela de mi abrigo, pero no le di la suficiente importancia porque no tenía ganas de moverme más que lo necesario para revisar mi celular. Ni una sola llamada perdida.

Quisiera decir que aproveché todo ese tiempo para reflexionar sobre lo sucedido; que mientras veía a la gente pasar, busqué explicaciones lógicas o, al menos, que me regodeé en recuerdos felices que me hicieran sentir más miserable por haberlos dejado atrás, como muchos solían hacer.

No. Por el contrario, evadí cualquier pensamiento que me dirigiese a Graham, malo o bueno. Era, a mi parecer, la forma más sensata de afrontar el hecho de que las cosas iban a cambiar, sin importar nada de lo que pasara los días o semanas siguientes.

Una vez que los vigilantes pasaron con su anuncio de que el parque se cerraría, me dirigí al hotel en el que me estaba hospedando. Mi intención era tener un poco de tranquilidad, avisarle a mamá que me quedaría en la ciudad todavía hasta el día siguiente —o incluso más, dependiendo de cómo me sintiera emocionalmente—, y dormir para ver si, de alguna forma, las cosas mejoraban con la luz de la mañana.

No llegué muy lejos. La música que salía de un pub sobre la calle Cranbourn llamó mi atención, así como el ambiente del grupo que charlaba en la entrada, todos sosteniendo tarros e intercambiando comentarios que parecían alegres.

El interior era acogedor pese a que muchas mesas estaban vacías. Pedí un Martini directo en la barra y me fijé en las personas mientras el camarero servía mi copa. Muchos tenían el aspecto de oficinista que sale entre semana para relajarse del estrés del día; otros eran más jóvenes y efusivos. Los menos eran los solitarios que bebían con parsimonia, como si el alcohol les fuese a aclarar los dilemas que rondaban por sus cabezas.

Uno de aquellos solitarios, al que no dejé de mirar, tamborileaba ausente sobre la mesa de madera. Se veía devastado, lo que hizo que me preguntara si, después de algunas copas, yo igual adquiriría ese aspecto. Esperaba que no.

Tras el tercer Martini y dos mojitos, me armé de valor para pensar en aquello que había estado evitando. Tenía que continuar, por supuesto, pero ¿qué le diría a mamá? Ella quería demasiado a Graham como para tirarlo de su pedestal de una forma tan abrupta. Luego estaba el hecho de buscar un departamento, ir por mis cosas a Nueva York y volver a verlo; quizás hablar, pero ¿para qué?

DoppelgängerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora