Capítulo 12

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Me solté de un tirón y corrí hacia el interior de la casa.

Atravesé el comedor oscuro hasta que salí al vestíbulo, en donde algunos invitados ni repararon en mi presencia. Tenía tres opciones: podría salir y pedir el Mazda al muchacho del valet, entrar de nuevo al salón y fingir que nada pasó, o subir las escaleras, refugiarme en cualquier habitación disponible y esperar a que mis pensamientos dejaran de bailotear en mi cabeza para actuar con la mayor claridad posible.

Subí los escalones tan rápido como el vestido y mi tobillo sensible me lo permitieron. Era complicado levantar las capas de tela y dar un paso tras otro, rogando internamente no tropezar y caer delante de todos. Por fortuna, llegué al piso superior sin que eso sucediera y sin que Alex saliera al lobby y tuviera la oportunidad de ver a dónde me dirigía. Si no me equivocaba, y estaba segura de no hacerlo, seguía en la terraza, pensando cómo solucionar las cosas desastrosas que nos llevaron a ese punto.

En la planta alta había un largo pasillo en completa soledad. Entré por la primera puerta que encontré y encendí la luz.

El baño en el que terminé era de una belleza extraordinaria. Las paredes, lisas y pulcras, eran de mármol negro; el lavamanos era un cuenco de cristal que relucía como si estuviese hecho de diamantes pulverizados; y detrás de una pared transparente, se apreciaba una tina colosal desde la que se podría admirar el cielo. No parecía que se pudiera gozar de mucha intimidad con una ventana tan grande, pero había gente que anteponía la imagen a la practicidad.

Vi mi reflejo en el espejo incrustado en la pared detrás del lavamanos. Había lociones y jabón líquido en elegantes botellas de cristal que no me detuve a curiosear porque preferí enfrentar a quien me devolvía la mirada.

Me veía pálida, como si llevara días enferma. Tenía los ojos llorosos y me había despeinado un poco al desatar el antifaz que aún llevaba en el bolsillo del saco. Ni siquiera el agua fría, con la que me enjuagué la cara, pudo calmar la expresión de desconcierto que se negaba a desaparecer.

Puse el pestillo, apagué la luz y me recargué en la madera, dejando que mis piernas cedieran. La oscuridad se fundió con el silencio, permitiéndome estar más consciente de mi respiración y del tenue brillo del anillo, iluminado con el haz que se filtraba por debajo de la puerta.

Sabía que en algún momento Alex me encontraría, pero antes de que eso sucediera, tenía que poner en orden mis ideas. Mis pensamientos se arremolinaban en mi cabeza como el desastre que queda tras el paso de un huracán. Todo estaba disperso, fragmentos de recuerdos luchaban por ser el centro de atención, aunque no tenían la fuerza necesaria para permanecer más de tres segundos.

Concéntrate en algo, Beth, pensé.

Graham.

Sí, ese era un buen punto de partida. De hecho, ese era el centro de todo. No importaba el revoltijo en mi interior, puesto que lo único estable, aquello a lo que debía aferrarme y que debía estar en orden, era mi relación con él.

Traté de visualizarlo al otro lado del Atlántico. ¿Qué estaría haciendo? En la clínica, probablemente, atendiendo a un perro inquieto sobre la mesa metálica. Pensé en las palabras tiernas que utilizaría para sosegarlo y las caricias suaves detrás de las orejas. Era muy cariñoso y amable con los animales.

También recreé a la posible dueña. La mayoría de sus clientes era del sexo femenino, así que de seguro la mujer vería con embeleso la dualidad de unas manos fuertes, pero afectuosas, una mirada que traía sosiego y una sonrisa afable; quizá exageraría las dolencias de su mascota con tal de alargar los minutos dentro del consultorio. Luego, Graham, al concluir el día, regresaría al departamento, cenaría mientras me cuenta cómo estuvo su jornada y los dos reiríamos del tercer intento de seducción de la semana.

DoppelgängerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora