Capítulo 06

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Ni siquiera me percaté de la velocidad con la que había regresado al departamento hasta que noté el palpitar desaforado de mi corazón retumbando en mis oídos; mi respiración estaba descontrolada y mi garganta reseca. Apenas dejé las llaves en la mesita de la entrada, me quité el suéter a pesar de que sentía el cuerpo helado.

Las luces estaban encendidas y en las bocinas sonaba una melodía instrumental, dulce y relajante. Me dejé caer en el sillón hasta que mi cabeza tocó uno de los cojines aterciopelados; cerré los ojos un momento, pero los volví a abrir porque detrás de los párpados seguía viendo la cara de la anciana misteriosa de la tienda de tarot.

—¿Ya estás en casa, cariño? —gritó Graham, saliendo de la habitación.

—Sí —respondí con la voz apagada.

—¿Tuviste un día cansado?

Me miraba curioso, como esperando que fuera más comunicativa.

—No físico, solo mental. —Traté de sonreírle—. Fui a dejar los papeles a la oficina y salí con Valerie. Muy parlanchina, mucha energía contenida. Ya sabes cómo es, Grahms.

Una tranquila risa salió de sus labios. Levantó un poco mi cabeza para sentarse y la dejó con cuidado en su regazo. Sus dedos no tardaron en peinar mi melena alborotada.

—No sé de dónde saca tanta energía esa chica —murmuró distraído.

—Yo igual quisiera saber. ¿Qué tal tu día, cielo?

—La cirugía se complicó. Encontramos cáncer invadiendo los huesos del perro. Quizá con quimio se prolongue su esperanza de vida, pero... —Sus palabras fueron perdiendo volumen. Luego regresó en sí y carraspeó—: Llegué hace un par de horas, preparé la cena y revisé lo que falta por pagar. Por cierto —agregó, levantándome un poco para poderse parar—, mira lo que encontré debajo de la mesita de noche.

Tomó del librero un pedazo de papel. Al darle la vuelta, nuestras caras sonrientes me devolvieron la mirada. Era la misma foto que tenía en casa de mi madre, de nuestro viaje a París.

Ese día habíamos ido a la Torre Eiffel con la esperanza de tomarnos una fotografía, dándonos un beso frente a la famosa estructura; no obstante, no habíamos previsto la gran cantidad de turistas que planearon hacer lo mismo. El lugar estaba a reventar. Personas de distintos países se aglomeraban por todos lados, haciendo imposible tomarse una foto como de película romántica. Al final, optamos por solo voltear a la cámara y sonreír.

Muchos turistas quedaron plasmados en nuestra aventura frustrada. Algunos de ellos, conscientes de que el foco los abarcaba, sonrieron; e incluso uno saludó con la mano levantada.

—Debió caer cuando saqué mis cosas de ese mueble —murmuré sin dejar de sonreír.

—¿Te acuerdas de ese día? —Su tono de anhelo me recordó a aquel tiempo en el que nos proponíamos irnos de vacaciones aunque solo fuera un par de días. Sin perder el ánimo, cuestionó—: ¿Cenamos aquí?

Tras mi asentimiento, Graham se levantó del reposabrazos y desapareció por la puerta de la cocina.

Seguí mirando la imagen. En ese entonces teníamos veintiún años y yo había decidido cortarme el cabello a la altura de los hombros. Mala idea, puesto que los rizos adquirieron una forma más definida y le agregaron volumen a mi peinado. En cambio, mi novio lucía mejor que nunca; su piel tomó un ligero bronceado que le sentó de maravilla a sus ojos claros, y con ese cabello oscuro adquirió un aire mediterráneo muy atractivo.

DoppelgängerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora