Capítulo 10

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Las puertas metálicas del elevador se abrieron con un pitido agudo. Mis pies comenzaron a avanzar, pero se detuvieron cuando mis ojos y los de Alexandre se encontraron. Estaba en el vestíbulo, a un par de yardas de mí, luciendo un sobrio esmoquin negro, camisa blanca y corbata hecha con el mismo tartán del vestido.

El tiempo pareció detenerse mientras nos mirábamos por lo que se me figuró una eternidad, sin movernos ni media pulgada.

Alexandre se veía tan guapo, y me miraba con tanta intensidad, como si sus ojos refulgentes estuvieran ansiosos por hacerme llegar un mensaje importante, que me resultó difícil mantener mi respiración lo más sosegada posible.

Si las puertas del elevador no hubieran comenzado a cerrarse, lo más probable es que aquel hechizo jamás se hubiese desvanecido. Interpuse mi mano para evitar quedar encerrada y él avanzó con determinación hacia mí, relajando su expresión a como solía conocerlo.

Al notar que la neblina de ensueño desaparecía en ambos lados, dejé salir el aire con alivio.

—Te ves hermosa, Merybeth —halagó ligero, esbozando una tímida sonrisa.

Caminamos hacia el exterior en completo silencio. Antes de salir, Joe levantó los pulgares a modo de aprobación, lo que me hizo sonreírle al tiempo que negaba con la cabeza.

Alex, en un inesperado acto de caballerosidad, sostuvo la puerta del Mazda rojo hasta que logré meter todos los pliegues del vestido. Una vez dentro, encendió el motor que cobró vida con un suave ronroneo y condujo a una velocidad discreta en completo silencio.

—¿A dónde vamos? —inquirí, tan curiosa por el destino como deseosa de que hablara.

Elegí una pregunta fácil de contestar y que me pudiera dar atisbos de su humor.

—A las afueras de Brighton.

Si bien no dijo nada más, su tono había sido sereno.

Así pasaron los minutos. Él mantenía su mutismo y yo tamborileaba los dedos a un lado de mi pierna para que no notara mi ansiedad. Me sorprendió que tuviera la capacidad de morderse la lengua cuando a mí se me quemaban las habas por conversar, aunque solo fuera del clima. Suspiré pesado y lo miré fijamente para provocar una reacción de su parte. No funcionó, siguió con las manos en el volante, ajeno a mi presencia como si estuviese solo en ese auto.

Los números en el reloj siguieron avanzando. Me rendí en tratar de que iniciara una conversación y preferí concentrarme en la charla que había entablado con TJ días atrás. Claro que ese tren de pensamiento me llevó a las treinta horas posteriores en las que no supe nada de Alex y mi humor empeoró.

Por supuesto que quise pedirle una explicación. Y quizá para ese momento sería mejor que no comenzara a hablar porque terminaría reclamando derechos que no tenía porque, a fin de cuentas, no nos debíamos justificaciones de ningún tipo.

Su celular, que estaba en el tablero guiándolo por el GPS, anunció una llamada al ritmo de Losing my religion. Desvió la llamada no sin que antes pudiera ver el nombre en la pantalla.

Sigrid.

El aparato volvió a sonar un par de veces más. Al menos a su amiga también la ignoraba y por un instante no me sentí tan mal, pero eso no quiso decir que, de alguna forma, mi enfurruñamiento disminuyera tan siquiera un poco. Entonces llegó un punto en el que fue inútil intentar detener mi lengua. Una cuarta llamada entrante fue la gota que derramó el vaso.

DoppelgängerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora