Capítulo 01

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Octubre, 2014.


El cielo era de un gris perlado cuando el taxi dio vuelta en Eriskay Avenue. Las casas monocromáticas, con sus pacíficos jardines, seguían como yo las recordaba; algunos vecinos habían cambiado de auto, otros tantos mejoraron sus cercas o pintaron los marcos de sus ventanas; y aquellos cuyos niños pequeños crecieron, quitaron las casas de juego. Había cambios perceptibles, pero no tantos como para decir que era un barrio distinto. Eso era lo que me gustaba del lugar donde crecí, era un pueblo atrapado en el tiempo.

En cuanto bajé del auto, con maleta en mano, el viento otoñal me alborotó el cabello. No había ningún ruido en la calle más que el perro de los vecinos que me saludaba a través de la reja y el de mis botas sobre el asfalto. Incluso en el interior de la casa todo estaba en silencio.

Lo primero que hice fue dejarme caer en el sillón; después del vuelo largo y las multitudes en el aeropuerto, ese rincón atiborrado de figurillas de porcelana me pareció como un oasis en el desierto. Al distinguir el papel tapiz desgastado, las manchas en las pesadas cortinas de terciopelo y el cuenco vacío junto a la chimenea apagada, no pude evitar sonreír; era como si tuviera siete años otra vez.

Mamá no estaba por ningún lado, pero sí el sutil olor de la canela, así que supuse que estaría tomando té con sus amigas o cuidando al hijo de algún vecino.

Subí a mi antigua habitación —que no había cambiado desde que me fui a la universidad—, me recosté en la cama y dejé que mis ojos vagaran en las fotografías pegadas en el techo inclinado. Aileen y yo en la primaria, en la secundaria, en el campamento y en la playa; una más cuando recibí el primer lugar en el concurso de ciencias; una junto a Graham en la Fontana de Trevi, otra en nuestro primer día en el campus y una más frente a la Torre Eiffel.

Sonreí como boba.

Después de esa noche en Piazza Barberini, mi vida dio un giro de ciento ochenta grados. Lo que restó del viaje lo pasamos juntos, fuimos al Museo Napoleónico, al Palazzo Valentini, al teatro Argentina y al Ponte Sisto; tomamos café frente a Piazza Cardelli, helado en Piazza Alessandria, e inclusive fuimos a bailar a la discoteca Alien, en Via Velletri. Fueron días que ahora me parecían un sueño; hablábamos día y noche, tratando de conocernos; paseábamos por las calles de la ruidosa Roma o aprovechábamos las excursiones grupales para quedarnos en el hotel.

Al finalizar el viaje creí que el destino nos separaría; si bien ambos ingresamos a la Universidad de Glasgow, Graham fue a la escuela de Medicina Veterinaria y yo a la de Administración y Negocios. Nos veíamos poco, menos conforme el año escolar avanzaba.

Aquel diciembre —a solo unos meses de iniciar nuestra relación en Italia—, Graham me llevó a una granja en Guildtown para presentarme a su padre. Pasamos días increíbles en el campo, rodeados de extensas praderas cubiertas de nieve cuyos límites se perdían en el horizonte.

Asimismo, lo llevé a casa de mi madre y le enseñé todos y cada uno de mis escondites de pequeña. Le hablé sobre nuestro brownie doméstico, sobre las malvas del jardín, los sillones de la sala que no combinaban entre sí y de los dibujos que hice en el tapiz de la cocina porque en ese entonces quería ser artista.

Para el tercer año de universidad, ahorrando el ingreso de nuestros empleos de medio tiempo —y con un poco de ayuda de nuestros padres—, pudimos rentar una casita en Bellshaugh Lane, punto céntrico entre ambas escuelas. Nuestro hogar era pequeño, los vecinos algo ruidosos y entrometidos, y la decisión de vivir juntos algo ambiciosa; sin embargo, fue el sitio ideal para probar nuestra relación.

DoppelgängerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora