Veinticinco Vagabundos andrajosos (quinta parte )

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—¿es que no comprendes con quién estás viviendo? ¡yo tengo clase, auténtica clase! con
treinta y cuatro años, no he trabajado más de seis o siete meses desde los dieciocho. y no tenía
dinero. ¡mira estas manos! ¡como las de un pianista!
—¿clase? ¡deberías OIRTE CUANDO ESTAS BORRACHO! ¡eres horrible, horrible!
—¿quieres que empecemos a armar follón otra vez, Kathy? te he tenido en la opulencia y
con pasta abundante desde que te saqué de aquel antro de la calle Alvarado.
Kathy no contestó.
—en realidad —le dije—, soy un genio, pero sólo lo sé yo.
—aceptaré eso —dijo ella. luego hundió la cabeza en la almohada y volvió a dormirse.
terminé la cerveza., tomé otra, luego salí, anduve tres manzanas y me senté en las
escaleras de una tienda de ultramarinos cerrada que según el plano sería el lugar de reunión
donde tenía que recogerme el encargado, estuve sentado allí desde las diez a las dos y media.
fue aburrido y seco y estúpido y tortuoso y absurdo. el maldito camión llegó a las dos y media.
—hola, amigo.
—qué hay
—¿acabó ya?
—sí.
—¡es usted rápido!
—sí.
—quiero que ayude a este tipo a terminar su ruta.
—vaya por Dios, hombre.
entré en el camión y me llevó. allí estaba aquel tipo. se ARRASTRABA. depositaba cada
folleto con gran cuidado en los porches. cada porche recibía un tratamiento especial y además
parecía que el trabajo le encantaba. sólo le quedaba una manzana. liquidé la cuestión en cinco
minutos luego nos sentamos y esperamos el camión. durante una hora.
nos llevaron de nuevo a la oficina y nos sentamos otra vez en aquellas sillas. luego
aparecieron dos tipos insolentes con latas de cerveza en la mano. uno decía los nombres y el
otro daba a cada uno su dinero.
en una pizarra detrás de las cabezas de aquellos tipos estaba escrito con tiza el siguiente
mensaje:
TODO EL QUE TRABAJE PARA NOSOTROS
TREINTA DÍAS SEGUIDOS
SIN PERDER UN DÍA
RECIBIRÁ
GRATIS
UN TRAJE USADO
estuve observando a mis compañeros mientras les entregaban el dinero. no podía ser
cierto. PARECÍA que cada uno de ellos recibía tres billetes de dólar. por entonces, el salario
base legal era un dólar por hora. yo había estado en aquella esquina a las cuatro y media de la
mañana y eran entonces las cuatro y media de la tarde. para mí, eran doce horas.
fui de los últimos que llamaron. creo que el tercero empezando por la cola. ni uno solo de
aquellos vagabundos protestó, cogieron sus tres dólares y se largaron.
—¡Bukowski! —aulló el muchachito impertinente de la lata de cerveza.
me acerqué. el otro contó tres billetes muy limpios y crujientes.
—escuche —dije—, ¿es que no saben que hay un salario mínimo legal? un dólar por hora.
el tipo alzó su cerveza.
—descontamos el transporte, el desayuno y demás. sólo pagamos por tiempo medio de
trabajo y calculamos unas tres horas.
—he perdido doce horas de mi vida. y ahora tendré que coger el autobús para llegar hasta
donde está mi coche y poder volver a casa.
—tienes suerte de tener coche.
—¡y tú de que no te meta esa lata de cerveza por el culo!

La Máquina
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