Bien, dejé el lecho de muerte y salí del hospital del condado y conseguí un trabajo como
encargado de almacén. Tenía los sábados y los domingos libres y un sábado hablé con Madge:
—Mira, nena, no tengo prisa por volver a ese hospital. Tendría que buscar algo que me
apartara de la bebida. Hoy, por ejemplo, ¿qué se puede hacer sino emborracharse? El cine no
me gusta. Los zoos son estúpidos. No podemos pasarnos todo el día jodiendo. Es un problema.
—¿Has ido alguna vez a un hipódromo?
—¿Qué es eso?
—Donde corren los caballos. Y tú apuestas.
—¿Hay algún hipódromo abierto hoy?
—Hollywood Park.
—Vamos. Madge me enseñó el camino. Faltaba una hora para la primera carrera y el
aparcamiento estaba casi lleno. Tuvimos que aparcar a casi un kilómetro de la entrada.
—Parece que hay mucha gente —dije.
—Sí, la hay.
—¿Y qué haremos ahí dentro?
—Apostar a un caballo.
—¿A cuál?
—Al que quieras.
—¿Y se puede ganar dinero?
—A veces.
Pagamos la entrada y allí estaban los vendedores de periódicos diciéndonos:
—¡Lea aquí cuáles son sus ganadores! ¿Le gusta el dinero? ¡Nosotros le ayudaremos a que
lo gane!
Había una cabina con cuatro personas. Tres de ellas te vendían sus selecciones por
cincuenta centavos, la otra por un dólar. Madge me dijo que comprase dos programas y un
folleto informativo. El folleto, me dijo, trae el historial de los caballos. Luego me explicó
cómo tenía que hacer para apostar.
—¿Sirven aquí cerveza? —pregunté.
—Sí claro. Hay un bar.
Cuando entramos, resultó que los asientos estaban ocupados. Encontramos un banco atrás,
donde había como una zona tipo parque, cogimos dos cervezas y abrimos el folleto. Era sólo
un montón de números.
Yo sólo apuesto a los nombres de los caballos —dijo ella.
—Bájate la falda. Están todos viéndote el culo.
—¡Oh! Perdona.
—Toma seis dólares. Será lo que apuestes hoy.
—Oh Harry, eres todo corazón —dijo ella.
En fin, estudiamos todo detenidamente, quiero decir estudié, y tomamos otra cerveza y
luego fuimos por debajo de la tribuna a primera fila de pista. Los caballos salían para la
primera carrera. Con aquellos hombrecitos encima vestidos con aquellas camisas de seda tan
brillantes. Algunos espectadores chillaban cosas a los jinetes, pero los jinetes les ignoraban.
Ignoraban a los aficionados y parecían incluso un poco aburridos.
—Ese el Willie Shoemaker —dijo Madge, señalándome a uno. Willie Shoemaker parecía
a punto de bostezar. Yo también estaba aburrido. Había demasiada gente y había algo en la
gente que resultaba depresivo.
—Ahora vamos a apostar —dijo ella.
Le dije dónde nos veríamos después y me puse en una de las colas de dos dólares ganador.
Todas las colas eran muy largas. Yo tenía la sensación de que la gente no quería apostar.
Parecían inertes. Cogí mi boleto justo cuando el anunciador decía: «¡Están en la puerta!».
Encontré a Madge. Era una carrera de kilómetro y medio y nosotros estábamos en la línea
de meta.
—Elegí a Colmillo Verde —le dije.
—Yo también —dijo ella.
Tenía la sensación de que ganaríamos. Con un nombre como aquél y la última carrera que
había hecho, parecía seguro. Y con siete a uno.
Salieron por la puerta y el anunciador empezó a llamarlos. Cuando llamó a Colmillo
Verde, muy tarde, Madge gritó:
—¡COLMILLO VERDE!
Yo no podía ver nada. Había gente por todas partes. Dijeron más nombres y luego Madge
empezó a saltar y a gritar:
—¡COLMILLO VERDE! ¡COLMILLO VERDE!
Todos gritaban y saltaban. Yo no decía nada. Luego, llegaron los caballos.
—¿Quién ganó? —pregunté.
—No sé —dijo Madge—. Es emocionante, ¿eh?
—Sí.
Luego, pusieron los números. El favorito 7/5 había ganado, un 9/2 quedaba segundo y un
3 tercero.
Rompimos los boletos y volvimos a nuestro banco.
Miramos el folleto para la siguiente carrera.
—Apartémonos de la línea de meta para poder ver algo la próxima vez.
—De acuerdo —dijo Madge.
Tomamos un par de cervezas.
—Todo esto es estúpido —dije—. Esos locos saltando y gritando, cada uno a un caballo
distinto. ¿Qué pasó con Colmillo Verde?
—No sé. Tenía un nombre tan bonito.
—Pero los caballos no saben cómo se llaman... El nombre no les hace correr.
—Estás enfadado porque perdiste la carrera. Hay muchas más carreras.
Tenía razón. Las había.
Seguimos perdiendo. A medida que pasaban las carreras, la gente empezaba a parecer muy
desgraciada, desesperada incluso. Parecían abrumados, hoscos. Tropezaban contigo, te
empujaban, te pisaban y ni siquiera decían «perdón». O «lo siento».
Yo apostaba automáticamente, sólo porque estaba allí. Los seis dólares de Madge se
acabaron al cabo de tres carreras y no le di más. Me di cuenta de que era muy difícil ganar.
Escogieras el caballo que escogieras, ganaba otro. Yo ya no pensaba en las probabilidades.
En la carrera principal aposté por un caballo que se llamaba Claremount III. Había ganado
su última carrera fácilmente y tenía un buen tanteo. Esta vez llevé a Madge cerca de la curva
final. No tenía grandes esperanzas de ganar. Miré el tablero y Claremount III estaba 25 a uno.
Terminé la cerveza y tiré el vaso de papel. Doblaron la curva y el anunciador dijo:
—¡Ahí viene Claremount III!
Y yo dije:
—¡Oh, no!
—¿Apostaste por él? —dijo Madge.
—Sí —dije yo.
Claremount pasó a los tres caballos que iban delante de él, y se distanció en lo que
parecían unos seis largos. Completamente solo.
—Dios mío —dije—, lo conseguí.
—¡Oh, Harry! ¡Harry!
—Vamos a tomar un trago —dije.
Encontramos un bar y pedí. Pero esta vez no pedí cerveza. Pedí whisky.
—Apostamos por Claremount III —dijo Madge al del bar.
—¿Sí? —dijo él.
—Sí —dije yo, intentando parecer veterano. Aunque no sabía cómo eran los veteranos del
hipódromo.
Me volví y miré el marcador. CLAREMOUNT se pagaba a
52,40.
—Creo que se puede ganar a este juego —le dije a Madge—. Sabes, si ganas una vez, no
es necesario que ganes todas las carreras. Una buena apuesta, o dos, pueden dejarte cubierto.
—Así es, así es —dijo Madge.
Le di dos dólares y luego abrimos el folleto. Me sentía confiado. Recorrí los caballos.
Miré el tablero.
—Aquí está —dije—. LUCKY MAX. Está nueve a uno ahora. El que no apueste por
Lucky Max es que está loco. Es sin duda el mejor y está nueve a uno. Esta gente es tonta.
Fuimos a recoger mis 52,40.
Luego fui a apostar por Lucky Max. Sólo por divertirme, hice dos boletos de dos dólares
con él ganador.
Fue una carrera de kilómetro y medio, con un final de carga de caballería. Debía haber
cinco caballos en el alambre. Esperamos la foto. Lucky Max era el número seis. Indicaron cuál
era el primero:
6.
Oh Dios mío todopoderoso. LUCKY MAX.
Madge se puso loca y empezó a abrazarme y besarme y dar saltos.
También ella había apostado por él. Había alcanzado un diez a uno. Se pagaba a 22,80
dólares. Le enseñé a Madge el boleto ganador extra. Lanzó un grito. Volvimos al bar. Aún
servían. Conseguimos beber dos tragos antes de que cerraran.
—Dejemos que se despejen las colas —dije—. Ya cobraremos luego.
—¿Te gustan los caballos, Harry?
—Se puede —dije—, se puede ganar, no hay duda.
Y allí estábamos, bebidas frescas en la mano, viendo bajar a la multitud por el túnel
camino del aparcamiento.
—Por amor de Dios —le dije a Madge—, súbete las medias. Pareces una lavandera.
—¡Uy! ¡Perdona papaíto!
Mientras se inclinaba, la miré y pensé, pronto podré permitirme algo un poquillo mejor
que esto.
jajá.