Caminaba al sol, sin saber qué hacer. Andaba y andaba. Tenía la sensación de estar al
borde de algo. Alcé los ojos 7 había allí vías de ferrocarril y al borde de las vías una cabañita,
sin pintar. Tenía un cartel: SE NECESITA PERSONAL. Entré. Había un viejo bajito allí
sentado con tirantes de un azul verdoso, mascando tabaco. —¿Sí? —preguntó. —Yo, ejem, yo,
ejem, yo... —¡Sí, venga, hombre, suéltalo! ¿Qué quieres? —Vi... el letrero... que necesitan
personal. —¿Quieres firmar? —¿Firmar? ¿El qué? —¡Vamos, amigo, no va a ser para corista!
Se inclinó y escupió en su asquerosa escupidera, luego siguió mascando tabaco, encogiendo
las mejillas en su boca desdentada. —¿Que tengo que hacer? —pregunté. —¡Ya te dirán lo
que tienes que hacer! —Quiero decir, ¿para qué es? —Para trabajar en el ferrocarril, al oeste
de Sacramento. —¿Sacramento? —Ya me has oído, maldita sea. Tengo trabajo. ¿Firmas o no?
—Firmaré, firmaré... Firmé en la lista que tenía sobre el tablero. Yo era el veintisiete. Firmé
incluso con mi propio nombre.
Me entregó un boleto.
—Preséntate en la puerta veintiuno con el equipaje. Tenemos un tren especial para
vosotros.
Metí el boleto en mi vacía cartera.
El escupió otra vez.
—Ahora mira, muchacho, sé que eres algo tonto. Esta empresa se cuida de muchos tipos
como tú. Ayudamos a la humanidad, somos buena gente. Recuerda siempre esta empresa, y di
una palabra amable sobre nosotros aquí y allá. Y cuando salgas a las vías, haz caso de tu
capataz. El está de tu parte. Allí en el desierto puedes ahorrar dinero. Bien sabe Dios que no
hay ningún sitio donde gastarlo. Pero el sábado por la noche, muchacho, ay el sábado por la
noche...
Se inclinó de nuevo hacia la escupidera. Luego siguió:
—El sábado por la noche, sabes, vas al pueblo, te emborrachas, te agarras una buena
señorita mejicana que te la chupe muy barato y vuelves otra vez al tajo tranquilo y satisfecho.
Esas chupadas les sacan a los hombres la miseria de la cabeza. Yo empecé así, y ya me ves
ahora. Buena suerte, muchacho.
—Gracias, señor.
—¡Y ahora lárgate de aquí! ¡Tengo trabajo!
Llegué a la puerta veintiuno a la hora prevista. Junto a mi tren estaban esperando todos
aquellos tipos, en andrajos, apestosos, reían, fumaban cigarrillos liados. Me acerqué y me
quedé detrás. Todos necesitaban un corte de pelo y un afeitado y se hacían los matasietes
aunque estaban muy nerviosos.
Luego, un mejicano, con un chirlo en la mejilla de una cuchillada, nos dijo que
entráramos. Entramos. Era imposible ver por las ventanas. Cogí el último asiento, al fondo del
vagón. Los otros se sentaron todos delante, riendo y hablando. Un tipo sacó media botella de
whisky y siete u ocho de ellos echaron un trago.
Luego, empezaron a mirar hacia atrás, hacia mí. Empecé a oír voces y no estaban todas en
mi cabeza:
—¿Qué le pasa a ese hijoputa?
—¿Se cree mejor que nosotros?
—Va a tener que trabajar con nosotros, amigo.
Miré por la ventanilla, lo intenté, debían llevar veinticinco años sin limpiarla. El tren
empezó a andar y allí estaba yo con aquéllos, eran unos treinta. No esperaron mucho. Me
tumbé en mi asiento e intenté dormir.
—¡ SUUUSCH! El polvo se me metió en la cara y en los ojos. Oí a alguien debajo de mi asiento. Sentí otra
vez el soplido y una masa de polvo de veinticinco años se me metió en las narices, en la boca,
en los ojos, en las cejas. Esperé. Luego pasó otra vez. Una buena soplada. Fuese quien fuese el
que estaba allí abajo, lo hacía muy bien.
Me levanté de un salto. Oí mucho ruido debajo del asiento y luego el tipo no estaba ya allí
y corría hacia los otros. Se metió en su asiento, intentando perderse en el grupo, pero oí su
voz.
—¡Si viene, quiero que me ayudéis, muchachos! ¡Prometedme que me ayudaréis si viene
aquí!
No oí ninguna promesa, pero él estaba seguro. No podía distinguir a uno de otro.
Antes de salir de Louisiana, tuve que ir delante a por un vaso de agua. Me miraban.
—Mírale. Mírale.
—Cerdo cabrón.
—¿Quién se creerá que es?
—Hijoputa, ya le arreglaremos las cuentas cuando andemos solos por esas vías, ya le
haremos llorar, ya le haremos chupar pollas...
—¡Mira! ¡Está bebiendo al revés! ¡Bebe por el lado que no es! ¡Mírale! ¡Bebe por el lado
pequeño! ¡Ese tío está loco!
—¡Ya verás cuando te agarremos en las vías, ya chuparás polla!
Vacié el vaso, volví a llenarlo y lo vacié otra vez, luego lo tiré en el recipiente y volví a mi
sitio. Oí:
—Sí, se hace el loco. Puede que haya tenido un disgusto con su novia.
—¿Cómo va a tener novia un tío así?
—No sé. He visto cosas más raras...
Estábamos ya en Tejas cuando llegó el capataz mejicano con la comida enlatada. Nos
entregó las latas. Algunas no tenían etiqueta y estaban abolladas.
Se acercó a mí.
—¿Eres Bukowski?
—Sí.
Me entregó una lata y escribió «setenta y cinco» debajo de la columna «C». Vi también
que me anotaba « 45,90 dólares», debajo de la columna «T». Luego me entregó otra lata más
pequeña, de alubias. Escribió « 45» debajo de la columna «C».
Y se fue de nuevo hacia la puerta.
—¡Eh! ¿Dónde demonios está el abrelatas? ¿Cómo vamos a poder comer esto sin
abrelatas? —le preguntó alguien. El capataz cruzó el vestíbulo y desapareció.
Hubo paradas para beber agua en Tejas, muchos prados. En cada parada se quedaban dos,
tres o cuatro tipos. Cuando llegamos a El Paso quedaban veintitrés de los treinta y uno.
En El Paso, sacaron nuestro vagón del tren y el tren siguió viaje. Apareció el capataz
mejicano y dijo:
—Tenemos que parar en El Paso. Os hospedaréis en este hotel.
Sacó unos boletos.
—Estos boletos son para el hotel. Dormiréis allí. Por la mañana, cogeréis el vagón 24 para
Los Angeles y luego seguiréis a Sacramento. Ahí van los boletos.
Volvió a acercarse a mí.
—¿Bukowski?
—Sí.
—Este es tu hotel.
Me entregó el boleto y escribió «12,50» debajo de mi columna «L».
Nadie había sido capaz de abrir las latas. Las recogerían luego y se las darían al grupo
siguiente.
Tiré mi boleto y dormí en el parque a unas dos manzanas del hotel. Me despertó el
alboroto de los caimanes, de uno en particular. Vi entonces cuatro o cinco caimanes en el
estanque, quizás hubiese más. Y dos marineros allí, con su uniforme blanco. Uno estaba en elestanque, borracho, tirándole de la cola a un caimán. El caimán estaba furioso, pero era lento y
no podía volverse lo bastante para agarrar al marinero. El otro marinero estaba al borde del
estanque, riéndose, con una chica. Luego, mientras el del estanque seguía aún luchando con el
caimán, el otro y la chica se alejaron. Me di la vuelta y me volví a dormir.
En el viaje a Los Angeles se largaron muchos más en las paradas para beber agua. Cuando
llegamos a Los Angeles, quedaban dieciséis de los treinta y uno. Apareció el capataz
mejicano.
—Pararemos dos días en Los Angeles. Tendréis que coger el tren de las nueve y media,
puerta 21, miércoles por la mañana, vagón 42. Está escrito en los boletos del hotel. Recibiréis
también cupones de comida que os servirán en el Café Francés, en la Calle Mayor.
Y fue entregando los boletos, unos decían HABITACION, los otros COMIDA.
—¿Bukowski? —preguntó.
—Sí —dije.
Me entregó los boletos. Y añadió debajo de mi columna «L» 12,80 y debajo de mi
columna «C»: 6,00.
Salí de la Union Station y al cruzar la plaza vi a dos tipos bajitos de los que habían ido en
el tren conmigo. Andaban más deprisa que yo y cruzaron a mi derecha. Les miré.
Los dos sonrieron de oreja a oreja y dijeron:
—¡Qué hay! ¿Qué tal?
—Muy bien.
Aceleraron el paso y cruzaron la calle Los Angeles hacia la Calle Mayor...
En el café, la gente usaba los boletos de comida para beber cerveza. Yo hice igual. La
cerveza valía sólo diez centavos el vaso. La mayoría se emborrachó en seguida. Yo me puse al
final de la barra. Ya no hablabán de mí.
Consumí todos mis cupones y luego vendí mis boletos de alojamiento a otro vagabundo
por cincuenta centavos. Tomé otras cinco cervezas y salí de allí.
Me puse a andar. Hacia el norte. Luego hacia el este. Luego otra vez al norte. Luego seguí
por los cementerios de chatarra donde se alineaban los coches inservibles. Un tipo me había
dicho una vez: «Yo duermo en un coche distinto cada noche. Anoche dormí en un Ford.
Anteanoche en un Chevrolet, esta noche dormiré en un Cadillac». En uno de los sitios la verja
estaba cerrada con cadena pero estaba doblada y como yo estaba muy flaco pude colarme entre
las cadenas, la puerta y la cerradura. Miré hasta ver un Cadillac. No me fijé en el año. Me metí
en el asiento de atrás y me tumbé a dormir.
Debían ser como las seis de la mañana cuando oí gritar al chico. Tendría unos quince años
y llevaba en la mano aquel bate de béisbol.
—¡Sal de ahí! ¡Sal de nuestro coche, sucio vagabundo!
El chico parecía asustado. Llevaba camiseta blanca y zapatos de tenis y le faltaba un
diente delantero.
Salí.
—¡Atrás! —gritó—. ¡Atrás, atrás! —movía el bate hacia
Me fui despacio hacia la verja, que por entonces ya estaba abierta y no muy lejos.
Luego salió de una cabaña de cartón embreado un tipo mayor, de unos cincuenta, gordo y
soñoliento.
—¡Papá! —gritó el chico—. ¡Este hombre estaba en uno de nuestros coches! ¡Le encontré
durmiendo en el asiento de atrás!
—¿Es verdad eso?
—¡Sí que es verdad, papá! ¡Le encontré dormido en el asiento de atrás de uno de nuestros
coches!
—¿Qué hacía usted en nuestro coche, señor?
El viejo estaba más cerca de la verja que yo, pero yo seguía avanzando hacia allí.
—Le he preguntado qué hacía usted en nuestro coche.
Seguí hacia la verja.
El viejo le quitó el bate al chico, corrió hacia mí y me hundió una punta en la barriga, con
fuerza.
—¡Ufff! —grité—. ¡Dios mío!
El dolor me hizo encoger. Retrocedí. El chico se envalentonó al ver esto.
—¡Déjamelo a mí, papá! ¡Déjamelo a mí!
El chico le quitó el bate al viejo y empezó a pegarme. Me pegó por casi todo el cuerpo. La
espalda, las costillas, las piernas, rodillas, tobillos. Lo único que podía hacer era proteger la
cabeza y él me pegaba en los brazos y en los codos. Retrocedí hasta apoyarme en la valla de
alambre.
—¡Yo le daré su merecido, papá! ¡Déjamelo a mí!
El chico no paraba. De vez en cuando conseguía atizarme en la cabeza.
—Vale, ya basta, hijo —dijo por fin el viejo.
Y el chico seguía dándole al bate.
—Hijo, te he dicho que basta.
Me volví y me apoyé en la alambrada. Durante unos momentos no pude moverme. Ellos.
me observaban. Por fin, conseguí recuperarme. Me arrastré renqueando hasta la verja.
—¡Déjame pegarle más, papá.
—¡No, hijo!
Crucé la verja y seguí hacia el norte. Cuando empecé a andar, todo empezó a
agarrotárseme. A hincharse. Daba pasos cada vez más cortos. Sabía que no iba a ser capaz de
andar mucho. Delante sólo había cementerios de coches. Luego vi un solar vacío entre dos de
ellos. Entré en el solar y me torcí el tobillo en un agujero, nada más entrar. Me eché a reír. El
solar hacía un declive. Luego tropecé con la rama de un matorral duro que no cedió. Cuando
me levanté de nuevo, tenía la palma derecha cortada por un trozo de cristal verde. Una botella
de vino. Saqué el cristal. Brotó la sangre entre la suciedad. Limpié la suciedad y chupé la
herida. Cuando caí la vez siguiente, di una voltereta sobre la espalda, y grité una vez de dolor,
luego alcé los ojos hacia el cielo de la mañana. Estaba de vuelta en mi ciudad natal, Las
Angeles. Sobre mi cara revoloteaban pequeños mosquitos. Cerré los ojos.