veinticinco vagabundos andrajosos ( sexta parte)

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—yo no soy quien decide la política de la empresa, señor. no me eche a mí la culpa.
—¡les denunciaré a las autoridades!
—¡Robinson! —aulló el otro impertinente.
el penúltimo vagabundo se levantó de su asiento a por sus tres dólares mientras yo cruzaba
la puerta camino del Bulevar Beverly. a esperar el autobús. cuando llegué a casa y me vi con
un trago en la mano eran las seis o así. cogí una borrachera respetable. estaba tan furioso que
le eché tres polvos a Kathy. rompí una ventana. me corté un pie con los cristales. canté
canciones de Gilbert & Sullivan que me había enseñado en otros tiempos un profesor inglés
chiflado que daba una clase de inglés que empezaba a las siete de la mañana. en el City
College de Los Angeles. Richardson, se llamaba. y quizás no estuviese loco. pero me enseñó
lo de Gilbert & Sullivan y me dio una «B» en inglés por aparecer no antes de las siete y media,
con resaca, CUANDO aparecía. pero ése es otro asunto. Kathy y yo nos reímos bastante
aquella noche, y aunque rompí unas cuantas cosas no estuve tan desagradable e idiota como
siempre.
y ese martes, en Hollywood Park, gané ciento cuarenta dólares a las carreras e
inmediatamente volví a ser amante despreocupado, vividor, jugador, chulo reformado y
cultivador de tulipanes. llegué y enfilé lentamente la entrada de casa en el coche, saboreando
los últimos rayos del sol crepuscular. y luego, entré por la puerta trasera. Kathy había
preparado carne con muchas cebollas y chorraditas y especies, tal como me gustaba a mí.
estaba inclinada sobre la cocina y la agarré por detrás.
—ooooh...
—escucha, querida...
—¿sí?
estaba allí de pie con el cucharón goteando en la mano. le metí en el cuello del vestido un
billete de diez dólares.
—quiero que me traigas una botella de whisky.
—de acuerdo, ahora mismo.
—y un poco de cerveza y puros. yo me ocuparé de la comida. se quitó la bata y entró un
momento al baño. la oí canturrear. un momento después me senté en mi sillón y oí repiquetear
sus tacones en el camino. había una pelota de tenis. cogí la pelota de tenis y la tiré en el suelo
de forma que rebotase hacia la pared y de allí al aire. el perro, que medía uno cincuenta de
largo por uno de alto, y era medio lobo, saltó al aire, se oyó el chasquido de los dientes; había
cogido la pelota de tenis, casi junto al techo. por un instante pareció colgar allá arriba. qué
perro maravilloso, qué vida maravillosa. cuando llegó al suelo, me levanté a ver cómo iba el
guiso. perfectamente. todo iba perfectamente.

La Máquina
 de follarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora