El Malvado

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Martin Blanchard había estado casado dos veces, divorciado otras dos y liado muchísimas.
Ahora tenía cuarenta y cinco años, vivía solo en la planta cuarta de una casa de apartamentos y
acababa de perder su veintisieteavo puesto de trabajo por absentismo y desinterés.
Vivía del seguro de paro. Sus deseos eran sencillos: le gustaba emborracharse lo más
posible, solo, y dormir mucho y estar en su apartamento, solo. Otra cosa extraña de Martin
Blanchard era que nunca sentía soledad. Cuanto más tiempo pudiese mantenerse separado de
la especie humana, mejor se encontraba. Los matrimonios, los ligues de una noche, le habían
convencido de que el acto sexual no valía lo que la mujer exigía a cambio. Ahora vivía sin
mujer y se masturbaba con frecuencia. Sus estudios habían terminado en el primer año de
bachiller y, sin embargo, cuando oía la radio (su contacto más directo con el mundo) sólo
escuchaba sinfonías, a ser posible de Mahler.
Una mañana se despertó un poco pronto para él, hacia las diez y media. Después de una
noche de beber bastante. Había dormido en camiseta, calzoncillos, calcetines; se levantó de
una cama más bien sucia, entró en la cocina y miró en la nevera. Estaba de suerte. Había dos
botellas de vino de Oporto, y no era vino barato.
Martin entró en el baño, cagó, meó y luego volvió a la cocina y abrió la primera botella de
Oporto y se sirvió un buen vaso.
Luego se sentó junto a la mesa de la cocina, desde donde tenía una buena vista de la calle.
Era verano, y el tiempo cálido y perezoso. Allí abajo, había una casa pequeña en la que vivían
dos viejos. Estaban de vacaciones. Aunque la casa era pequeña, la precedía un verde pradillo
grande y muy largo, bien conservado todo aquel césped. A Martin Blanchard le daba una
extraña sensación de paz.
Como era verano los niños no iban al colegio y mientras Martin contemplaba aquel
pradillo verde y bebía el buen oporto fresco, observaba a aquella niñita y a aquellos dos
muchachos que jugaban a quién sabe qué juego. Parecían dispararse unos a otros. ¡Pam!
¡Pam! Martin reconoció a la niñita. Vivía en el patio de enfrente con su madre y una hermana
mayor. El varón de la familia las había abandonado o había muerto. La niñita, había advertido
Martin, era muy desvergonzada... andaba siempre sacando la lengua a la gente y diciendo
cosas sucias. No tenía ni idea de su edad. Entre seis y nueve. Vagamente, había estado
observándola durante el principio del verano. Cuando Martin se cruzaba con ella en la acera,
ella siempre parecía asustarse de él. El no entendía porqué.
Observándola, advirtió que vestía una especie de blusa marinera blanca y luego una falda
roja muy corta. Al arrastrarse por la hierba, se le subía la cortísima falda y se le veían unas
interesantísimas bragas: de un rojo un poquito más pálido que la falda. Y las bragas tenían
aquellos volantes fruncidos rojos.
Martin se levantó y se sirvió un trago, sin dejar de mirar fijamente aquellas braguitas
mientras la niña se arrastraba. Se empalmó muy deprisa. No sabía qué hacer. Salió de la
cocina, volvió a la habitación delantera y luego se encontró otra vez en la cocina, mirando.
Aquellas bragas. Aquellos volantes.
¡Dios, no podía soportarlo!
Martin se sirvió otro vaso de vino, lo bebió de un trago, volvió a mirar. ¡Las bragas se
veían más que nunca! ¡Dios mío!
Sacó el pijo, escupió en la palma de la mano derecha y empezó a meneársela. ¡Hostias, era
cojonudo! ¡Ninguna mujer adulta le había puesto así! Nunca había tenido tan dura la polla, tan
roja, y tan fea. Martin tenía la sensación de estar en el secreto mismo de la vida. Se apoyó en
la ventana, meneándosela, gimiendo, mirando aquel culito de los volantes.
Luego se corrió Por el suelo de la cocina.
Se acercó al baño, cogió un poco de papel higiénico, limpió el suelo, se limpió la polla y
lo echó al water. Luego se sentó. Se sirvió más vino.
Gracias a Dios, pensó, todo ha terminado. Me lo he sacado de la cabeza. Soy libre otra
vez.
Mirando aún por la ventana, pudo ver el observatorio del parque Griffith allá entre las
colinas azul púrpura de Hollywood. Era bonito. vivía en un sitio bonito. Nadie llegaba nunca a
su puerta. Su primera esposa había dicho de él que estaba simplemente neurótico pero no loco.
En fin, al diablo su primera esposa. Todas las mujeres. Ahora él pagaba el alquiler y la gente le
dejaba en paz. Bebió lentamente un trago de vino.
Observó que la niñita y los dos muchachos seguían con su juego. Lió un cigarrillo. Luego
pensó, bueno, debería comer por lo menos un par de huevos cocidos. Pero le interesaba poco
la comida. Raras veces le interesaba.
Martin Blanchard seguía mirando por aquella ventana. Aún seguían jugando. La niñita se
arrastraba por el suelo. ¡Pam! ¡Pam! Qué juego aburrido.
Entonces, empezó a empalmarse de nuevo.
Martin se dio cuenta de que había bebido una botella entera de vino y había empezado
otra. La polla se alzaba irresistible.
Desvergonzada. Sacando la lengua. Niñita desvergonzada, arrastrándose por el césped.
Martin cuando terminaba una botella de vino, se sentía siempre inquieto. Necesitaba
puros. Le gustaba liar sus cigarrillos. Pero no había nada como un buen puro. Un buen puro de
los de veintisiete centavos el par.
Empezó a vestirse. Observó su cara en el espejo: barba de cuatro días. No importaba. Sólo
se afeitaba cuando bajaba a cobrar el dinero del paro. En fin, se puso unas prendas sucias,
abrió la puerta y cogió el ascensor. Una vez en la acera, empezó a caminar hacia la tienda de
licores. Mientras lo hacía, se dio cuenta de que los niños habían conseguido abrir las puertas
del garaje y estaban dentro, ella y los dos chicos. ¡Pam! ¡Pam!
Martin se vio de pronto bajando por la rampa camino del garaje. Allí dentro estaban. Entró
en el garaje y cerró las puertas.
Estaba oscuro dentro. Estaba allí con ellos. La niñita se puso a chillar.
—¡Vamos, cierra el pico y no te pasará nada! dijo Martin. ¡Como grites te aseguro que lo
pasarás mal!
—¿Qué va a hacer, señor? dijo uno de los chicos.
—¡Calláos! ¡Os dije que os callárais, maldita sea!
Encendió una cerilla. Allí estaba: una solitaria bombilla eléctrica con un cordón largo.
Martin tiró del cordón. La luz justa. Y, como en un sueño, vio aquel ganchito que tenían por
dentro las puertas del garaje. Cerró por dentro.
Miró a su alrededor.
—¡Está bien! ¡Los chicos os pondréis en ese rincón y no os pasará nada. ¡Venga!
¡Deprisa!
Martin Blanchard señaló un rincón.
Allá se fueron los chicos.
—¿Qué va a hacer, señor?
—¡Dije que os callárais!
La niñita desvergonzada estaba en otro rincón, con su blusa marinera y su faldita roja y
sus bragas de volantes.
Martin avanzó hacia ella. Ella corrió a la izquierda, luego a la derecha. Pero Martin fue
arrinconándola lentamente.
—¡Déjeme! ¡Déjeme! ¡Viejo asqueroso, déjeme!
—¡Calla! ¡Si chillas te mato!
—¡Déjeme! ¡Déjeme! ¡Déjeme!
Martin por fin la agarró. Tenía el pelo liso, feo, revuelto y una cara casi pícara de
muchachita. Le sujetó las piernas entre las suyas, como una prensa. Luego se agachó y puso su cara grande contra la pequeña de ella, besándola y chupándole la boca una y otra vez mientras
ella le daba puñetazos en la cara. Sentía la polla tan grande como todo el cuerpo. Y seguía
besando, besando, y vio que se apartaba la falda y vio aquellas bragas de volantes.
—¡Está besándola! ¡Mira, la besa! oyó Martin que decía uno de los chicos desde el rincón.
—Sí dijo el otro.
Martín la miró a los ojos y hubo una comunicación entre dos infiernos: el de ella y el de él.
Martin besaba, completamente desquiciado, con un hambre infinita, la araña besando a la
mosca cazada. Empezó a tantear las bragas de volantes.
Oh sálvame Dios, pensó. No hay nada tan bello, ese rojo rosa, y más que eso —la
fealdad— un capullo de rosa apretado contra su propia raíz total. No podía controlarse.
Martin Blanchard le quitó las bragas a la niña, pero al mismo tiempo parecía no poder
dejar de besar aquella boquita. Ella estaba desmayada, había dejado de pegarle en la cara, pero
el, tamaño distinto de los cuerpos lo hacía todo muy difícil, embarazoso, mucho, y, con la
ceguera de la pasión, él no podía pensar. Pero tenía la polla fuera: grande, roja, fea, como si
hubiese salido por sí sola como una apestosa locura y no tuviese ningún sitio adónde ir.
Y todo el rato (bajo aquella bombillita) Martin oía las voces de los niños diciendo:
—¡Mira! ¡Mira! ¡Ha sacado ese chisme tan grande e intenta meter eso tan grande por la
raja de ella!
—He oído que así es como se tienen niños.
—¿Tendrán un niño aquí?
—Creo que sí.
Los chicos se acercaron, observándole. Martin seguía besando aquella cara mientras
intentaba meter el capullo. Era imposible. No podía pensar. Sólo estaba caliente caliente
caliente. Luego vio una silla vieja a la que le faltaba uno de los barrotes del respaldo. Llevó a
la niña hasta la silla, sin dejar de besarla y besarla, pensando continuamente en los feos
mechones de pelo que tenía, aquella boca contra la suya.
Era la solución.
Martin se sentó en la silla, sin dejar de besar aquella boquita y aquella cabecita una y otra
vez y luego le separó las piernas. ¿Qué edad tendría? ¿Podría hacerlo?
Los niños estaban ahora muy cerca, mirando.
—Ha metido la punta.
—Sí. Mira. ¿Tendrán un niño?
—No sé.
—¡Mira mira! ¡Ya le ha metido casi la mitad!
—¡Una culebra!
—¡Sí! ¡Una culebra!
—¡Mira! ¡Mira! ¡Se mueve hacia adelante y hacia atrás!
—¡Sí! ¡Ha entrado más!
—¡La ha metido toda!
Estoy dentro de ella ahora, pensó Martin. ¡Dios, mi polla debe ser tan larga como todo su
cuerpo!
Inclinado sobre ella en la silla, sin dejar de besarla, rasgándole la ropa, sin darse cuenta, le
habría arrancado igual la cabeza.
Luego se corrió.
Y allí se quedaron juntos en la silla, bajo la luz eléctrica. Allí.
Luego, Martin colocó el cuerpo en el suelo del garaje. Abrió las puertas. Salió. Volvió a su
casa. Apretó el botón del ascensor. Salió en su piso, abrió la nevera, sacó una botella, se sirvió
un vaso de oporto, se sentó y esperó, mirando.
Pronto había gente por todas partes. Veinte, veinticinco, treinta personas. Fuera del garaje.
Dentro.
Luego llegó a toda prisa una ambulancia.
Martin vio cómo se la llevaban en una camilla. Quizás no sepan quién soy, pensó. Apenas si salía.
Pero no era así. No había cerrado la puerta. Entraron dos policías. Dos tipos grandes,
bastante guapos. Casi le gustaron.
¡Venga, basura!
Uno de ellos le atizó un buen golpe en la cara. Cuando Martin se levantó a extender las
manos para las esposas, el otro le atizó con la porra en el vientre. Martin cayó al suelo. No
podía respirar ni moverse. Le levantaron. El otro le pegó de nuevo en la cara.
Había gente por todas partes. No le bajaron en el ascensor, le bajaron andando,
empujándole escaleras abajo.
Caras, caras, caras, atisbando en las puertas, caras en la calle. Aquel coche patrulla era
muy extraño. Había dos policías delante y dos detrás con él. Le estaban dando tratamiento
especial.
Yo podría matar tranquilamente a un hijoputa como tú le dijo uno de los policías que iban
detrás. Podría matar a un hijoputa como tú casi sin darme cuenta...
Martin empezó a llorar en silencio, las lágrimas caían incontroladas.
Tengo una hija de cinco años dijo uno de los policías de atrás. ¡Te mataría y me quedaría
tan tranquilo!
¡No pude evitarlo! dijo Martin. Se lo aseguro, de veras, no pude evitarlo...
El policía empezó a pegarle a Martin en la cabeza con la porra. Nadie le paraba. Martin
cayó hacia adelante, vomitó vino y sangre, el poli le levantó y le pegó porrazos en la cara, en
la boca, le rompió casi todos los dientes.
Luego le dejaron en paz un rato, mientras seguían camino de la comisaría.

La Máquina
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