Vida y muerte en el pabellon de caridad

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La ambulancia estaba llena pero me encontraron un sitio arriba de todo y allá nos fuimos.
Había estado vomitando sangre en grandes cantidades y me preocupaba el que pudiese vomitar
sobre la gente que iba abajo. Viajábamos oyendo la sirena. Sonaba como muy lejos, como si el
sonido no lo produjese nuestra propia ambulancia. Ibamos camino del hospital del condado,
todos nosotros, los pobres. Los casos de beneficencia. Teníamos todos males distintos y
muchos no volverían. Lo único que teníamos en común era el ser todos pobres y el no haber
tenido grandes oportunidades. Allí estábamos hacinados. Nunca había pensado que en una
ambulancia pudiese caber tanta gente.
—Dios mío, oh Dios mío —oí decir a una mujer negra debajo—. ¡Jamás pensé que
pudiera sucederme esto a MI! ¡Jamás creí que pudiera pasar algo así, señor. . . !
Yo no compartía tales sentimientos. Llevaba cierto tiempo jugando con la muerte. No
puedo decir que fuésemos grandes amigos, pero nos conocíamos bien. Aquella noche se me
había acercado un poco más y un poco más deprisa. Había habido advertencias: dolores como
espadas aguijoneándome el estómago, que yo había ignorado. Me consideraba un tipo duro y
el dolor era para mí sólo como la mala suerte: lo ignoraba. Simplemente bañaba el dolor con
whisky y seguía entregado a lo mío. Lo mío era beber y emborracharme. La culpa era del
whisky; debería haber seguido fiel al vino.
La sangre de vómito no es del color rojo brillante de la que sale, por ejemplo, de un corte
en el dedo. La sangre del vómito es oscura, de un púrpura casi negro, y apesta, huele peor que
la mierda. Aquel fluido vivificante olía peor que una mierda-cerveza.
Sentí que llegaba otro espasmo de vómito. Era la misma sensación que cuando se vomita
comida, y después de echar la sangre uno se sentía mejor. Pero era simple ilusión... cada
vomitada te acercaba cada vez más a Papá Muerte.
—Oh Dios mío, nunca pensé...
Vino la sangre y la retuve en la boca. No sabía qué hacer. Desde allá arriba, desde la hilera
superior, habría regado a todos los compañeros que iban abajo. Retuve la sangre en la boca a
intenté pensar lo que podía hacer. La ambulancia dobló una esquina y la sangre empezó a
escapárseme por las comisuras de la boca. En fin, un hombre ha de mantener el decoro hasta
cuando agoniza. Procuré serenarme, cerré los ojos y tragué otra vez la sangre. Era repugnante.
Pero había resuelto el problema. Mi única esperanza era llegar pronto a algún sitio donde
pudiera librarme de la próxima.
En realidad, no pensaba en absoluto en morir; mi único pensamiento era: qué terrible
inconveniente, ya no controlo lo que pasa. Te reducen las posibilidades y lo arrastran de un
lado a otro. Por fin llegó la ambulancia a su destino y allí me vi en una mesa donde me hacían
preguntas: ¿cuál era mi religión? ¿dónde había nacido? ¿debía dinero al condado por
anteriores viajes a su hospital? ¿cuándo había nacido? ¿vivían mis padres? ¿casado? En fin,
todo lo que sabéis. Hablan a un hombre como si dispusiese de todas sus facultades. Ni siquiera
se les ocurre que puedas estar agonizando. Y no se dan, ni mucho menos, prisa. Esto produce
un efecto calmante, pero no es ése su motivo: simplemente están aburridos y no les preocupa
si tú te mueres, vuelas o tiras un pedo. No, más bien prefieren que no te tires un pedo.
Luego me vi en un ascensor y se abrió la puerta a lo que parecía una bodega oscura. Allá
me llevaron. Me metieron en una cama y se fueron. E inmediatamente apareció un ayudante
brotado de la nada que me dio una pildorita blanca.
—Tome esto —dijo. Tragué la píldora, me entregó un vaso de agua y desapareció. Era lo
más amable que me había sucedido en bastante tiempo. Me recosté y examiné los alrededores.
Había ocho o diez camas, ocupadas todas por norteamericanos varones. Todos teníamos una
jarrita metálica de agua y un vaso en la mesilla de noche. Las sábanas parecían limpias. Estaba
muy oscuro aquello y hacía frío, y la sensación era la del sótano de una casa de apartamentos.

La Máquina
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