Un lindo asunto de amor

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Me arruiné, de nuevo, pero esta vez en el Barrio Francés de Nueva Orleans, y Joe
Blanchard, director del periódico underground OVERTHROW me llevó a aquel sitio de la
esquina, uno de esos edificios blancos y sucios de ventanas verdes y escaleras que suben casi
en vertical. Era domingo y yo esperaba un envío de derechos, no, un adelanto por un libro
pornográfico que había escrito para los alemanes, pero los alemanes no hacían más que
escribirme contándome aquel cuento del propietario, el padre, que era un borracho, y ellos
estaban endeudados porque el viejo les había retirado los fondos del banco, no, les había
dejado sin pasta porque se la había gastado en beber y joder y correrse juergas y, en
consecuencia, estaban arruinados, pero andaban dando los pasos necesarios para echar a
patadas al viejo y tan pronto como...
Blanchard tocó el timbre.
Salió a la puerta la vieja gorda, que pesaría entre cien y ciento veinte kilos. Su vestido era
como una inmensa sábana y tenía los ojos muy pequeños. Creo que era lo único pequeño que
tenía. Era Marie Glaviano, propietaria de un café del Barrio Francés, un café muy pequeño.
Esta otra cosa suya tampoco era grande: el café. Pero era un café majo, con manteles
rojiblancos, platos caros y muy pocos clientes. Junto a la entrada había una de esas antiguas
muñecas negras de pie. Esas viejas muñecas significan los buenos tiempos, los viejos tiempos.
Pero los buenos y viejos tiempos ya se habían ido. Los turistas eran ya mirones. Sólo querían
pasear por allí y mirar las cosas. No entraban en los cafés. Ni siquiera se emborrachaban. Nada
era rentable ya. Los buenos tiempos se habían terminado. Nadie daba nada y nadie tenía
dinero, y si lo tenían se lo guardaban. Era una nueva era y no precisamente muy interesante.
Todos andaban buscando el modo de destrozar al otro, todos revolucionarios y cerdos. Era una
buena diversión y además gratis, con lo que todos podían conservar su dinero en el bolsillo, si
es que lo tenían.
—Hola, Marie —dijo Blanchard—. Este es Charley Perkin. Charley, esta es Marie.
—Hola —dije yo
—Hola —dijo Marie Glaviano
—Entremos un momento, Marie —dijo Blanchard.
(El dinero siempre tiene dos inconvenientes: demasiado o demasiado poco. Y allí estaba
yo otra vez en la etapa «demasiado poco».)
Escalamos las empinadas escaleras y la seguí por uno de esos sitios largos largos, hechos
sólo de un lado: quiero decir, todo longitud y sin anchura. Llegamos a la cocina y nos
sentamos a una mesa. Había un jarro con flores. Marie abrió tres botellas de cerveza.
—Bien, Marie —dijo Blanchard—, Charley es un genio. Está en un apuro. Estoy
convencido de que saldrá de él, pero entretanto... entretanto, no tiene dónde estar.
Maríe me miró:
—¿Eres un genio?
Bebí un buen trago de cerveza.
—Bueno, la verdad es que es difícil de explicar. Suelo sentirme como una especie de
subnormal la mayoría de las veces. Me gustan todos esos bloques blancos de aire grandes y
enormes que tengo en la cabeza.
—Puede quedarse —dijo Marie.
Era lunes, el único día libre de Marie, y Blanchard se levantó y nos dejó allí en la cocina.
Sonó la puerta de entrada: se había ido.
—¿Y tú qué haces? —preguntó Marie.
—Vivo de la suerte —dije.
—Me recuerdas a Marty —dijo ella.
—¿Marty? —pregunté, pensando, Dios mío, aquí llega. Y llegó. —Bueno, eres feo, sabes. En realidad, no quiero decir feo, sabes, pareces cascado.
Realmente cascado, más incluso que Marty. Y e1 era un luchador. ¿Fuiste tú luchador?
Ese es uno de mis problemas: nunca fui capaz de luchar gran cosa.
—De todos modos, tienes el mismo aire que Marty. Estás cascado pero eres bueno.
Conozco tu tipo. Conozco a un hombre cuando le veo. Me gusta tu cara. Es una cara buena.
Incapaz de decir nada sobre su cara, pregunté:
—¿Tienes cigarrillos, Marie?
—Claro, querido —hurgó en aquella gran sábana que era su vestido y sacó un paquete
lleno de entre las tetas. Podría haber tenido allí la compra de una semana. Resultaba divertido.
Me abrió otra cerveza.
Eché un buen trago, y luego dije:
—Creo que podría joderte hasta hacerte aullar.
—Un momento, Charley dijo ella—, no quiero oírte hablar así. Yo soy una buena chica.
Mi madre me educó como es debido. Si sigues hablando así, no puedes quedarte.
—Disculpa, Marie, bromeaba.
—Pues no me gusta ese tipo de bromas.
—Claro, comprendo. ¿Tienes whisky?
—Escocés.
—Vale el escocés.
Trajo una botella casi llena y dos vasos. Nos servimos whisky y agua. Aquella mujer la
había corrido. Eso era evidente. Probablemente tuviese diez años más que yo. En fin, la edad
no era ningún crimen. Pero la mayoría de la gente envejece mal.
—Eres exactamente igual que Marty —repitió.
—Pues tú no te pareces a nadie que yo conozca —dije.
—¿Te gusto? —preguntó.
—Estás empezando a gustarme —dije, y a esto no me contestó con ningún exabrupto.
Bebimos otra hora o dos, básicamente cerveza, pero con un poco de whisky de vez en
cuando y luego me acompañó hasta abajo a enseñarme mi cama. Y de camino pasamos un
cuarto y ella me dijo:
—Esa es mi cama. —Era muy ancha. Mi cama estaba junto a otra. Muy extraño. Pero no
significaba nada.
—Puedes dormir en cualquiera de las dos —dijo Marie— O en las dos.
Había algo en todo aquello que parecía como un rechazo...
Bueno, en fin, por la mañana desperté y la oí a ella revolver en la cocina, pero lo ignoré
como haría cualquier hombre prudente, y la oí poner la televisión para escuchar las noticias de
la mañana (tenía la televisión en la mesa del desayuno), y oí el ruido de la cafetera, olía
magníficamente pero el aroma del tocino y los huevos y las patatas no me agradó, y el rumor
de las noticias de la mañana no me agradó, y tenía ganas de mear y mucha sed, pero no quería
que Marie supiese que estaba despierto, así que esperé, meándome casi (jajá, sí), pero quería
estar solo, quería ser dueño absoluto del lugar y ella seguía hurgando y hurgando por allí,
hasta que al fin la oí pasar corriendo ante mi cama...
—Tengo que irme —dijo—, voy con retraso.
—Adiós, Marie —dije.
Cuando se cerró la puerta, me levanté y fui al cagadero y me senté allí y meé y cagué, allí
sentado, en Nueva Orleans, lejos de casa, de donde estuviese mi casa, y luego vi una araña
sentada en una tela en el rincón, mirándome. Aquella araña llevaba allí mucho tiempo, me di
cuenta, mucho más que yo. Primero pensé en matarla. Pero era tan gorda y tan fea y parecía
tan feliz, parecía la propietaria del local. Tendría que esperar un tiempo, hasta que fuese
oportuno. Me levanté, me limpié el culo y tiré de la cadena. Cuando salía del cagadero, la
araña me guiñó un ojo.
No quise jugar con lo que quedaba del whisky, así que me senté en la cocina, desnudo,
preguntándome por qué la gente confiaría así en mí. ¿Quién era yo? La gente estaba loca, la gente era tonta. Esto me dio un estímulo. Demonios, sí, me lo dio. Había vivido diez años sin
hacer nada. La gente me daba dinero, comida, alojamiento. Qué importancia tenía el que me
considerasen un idiota o un genio. Yo sabía lo que era. No era ni una cosa ni otra. No me
preocupaba qué fuese lo que impulsaba a la gente a hacerme regalos. Cogía los regalos sin
sensación de victoria o/y coerción. Mi única premisa era que yo no podía pedir nada. Y como
remate, disponía encima de aquel pequeño disco de fonógrafo que giraba en mi cabeza
tocando siempre la misma música: no lo intentes, no lo intentes. Parecía una idea excelente.
En fin, después de que se marchase Marie, me senté en la cocina y bebí tres latas de
cerveza que encontré en la nevera. Nunca me preocupaba mucho por la comida. Sabía del
amor a la comida que tiene la gente. Pero a mí la comida me aburría. Lo liquido me parecía
muy bien, pero la masa era una lata. Me gustaba la mierda, me gustaba cagar, me gustaban los
cerotes, pero era un trabajo tan terrible el crearlos.
Después de las tres latas de cerveza, vi aquel bolso en la silla de al lado. Por supuesto,
Marie se había llevado otro bolso al trabajo. ¿Sería lo bastante tonta o amable para dejar
dinero? Abrí el bolso. Al fondo había un billete de diez dolares.
Bueno, Marie estaba probándome y me mostraría digno de su prueba.
Cogí los diez, volví a mi dormitorio y me vestí. Me sentía bien. Después de todo, ¿qué
necesitaba un hombre para sobrevivir? Nada, de eso no había duda. Hasta tenía la llave de la
casa.
Así que salí y cerré la puerta para impedir la entrada a los ladrones. Jajajá, y allí me vi otra
vez en las calles, en el Barrio Francés, que era un lugar bastante soso, pero de todos modos
tenía que utilizarlo. Todo tenía que servirme, eso era lo previsto. Así que... oh, sí, bajaba por la
calle y el problema del Barrio Francés era que en él simplemente no había tiendas de licores
como en otras partes decentes del mundo. Quizás fuese algo deliberado. Es de suponer que
esto ayudase a aquellos horribles agujeros de mierda que había en todas las esquinas, a los que
llamaban bares. Lo primero que pensaba cuando entraba en uno de aquellos bares del Barrio
Francés era en vomitar. Y solía hacerlo, corría a uno de aquellos meaderos que apestan a orín
y soltaba toneladas y toneladas de huevos fritos y grasientas patatas medio crudas. Luego
volvía, después de desocupar, y les miraba: sólo el encargado parecía más solitario e
insustancial que los clientes, sobre todo si era también propietario del local. En fin, di un rodeo
sabiendo que los bares eran la mentira y ¿sabéis dónde encontré mi material? En una pequeña
tienda de ultramarinos con pan rancio y todo lo demás, incluso con la pintura desconchada,
con su semisexual sonrisa de soledad... Dios me perdone, Dios, Dios... Terrible, sí, ni siquiera
pueden iluminar el local, la electricidad cuesta dinero; y allí estaba yo, el primer cliente en
diecisiete días y el primero que compraba tres paquetes de seis cervezas en dieciocho años, y,
Dios mío, la mujer casi salta por encima de la caja registradora... era demasiado. Cogí el
cambio y dieciocho grandes latas de cerveza y salí corriendo a la estúpida claridad del Barrio
Francés...
Coloqué la vuelta en el bolso de la silla de la cocina y lo dejé abierto para que Marie
pudiese verlo. Luego me senté y abrí una cerveza.
Era agradable estar solo. Sin embargo, no estaba solo. Cada vez que tenía que mear veía a
aquella araña y pensaba, bueno, araña, tienes que irte, en seguida. No me gusta verte ahí en ese
rincón oscuro, cazando pulgas y moscas y chupándoles la sangre. Eres mala, sabes, señora
araña. Y yo soy bueno. Al menos, me gusta pensar que es así. No eres más que una verruga
negra y sin cerebro, una verruga mortífera, eso eres. Chupa mierda. Es lo que te mereces.
Encontré una escoba en el porche trasero y volví allí y destrocé la tela y la maté. Muy
bien, aquello estuvo muy bien, la araña murió allí delante de mí, no pude evitarlo. Pero, ¿cómo
podía Marie posar su gran culo en los bordes de aquella tapa y cagar y mirar aquella cosa? ¿La
vería en realidad? Quizás no.
Volví a la cocina y bebí un poco más de cerveza. Luego encendí la tele. Gente de papel.
Gente de cristal. Pensé que iba a volverme loco y la apagué. Bebí más cerveza. Luego herví
dos huevos y freí dos lonchas de tocino. Conseguí comer. A veces, uno se olvida de la comida. Entraba el sol por las cortinas. Estuve bebiendo todo el día. Tiré los envases vacíos a la basura.
Pasó el tiempo. Por fin se abrió la puerta. Era Marie.
—¡Dios mío! —gritó—. ¿Sabes lo que pasó?
—No, no, no lo sé.
—¡Ay, maldita sea!
—¿Pero qué pasa, querida?
—¡Se me quemaron las fresas!
—¿De veras?
Y se puso a corretear por la cocina y a dar vueltitas, bamboleando aquel gran culo. Estaba
chiflada. Estaba fuera de sí. Pobre chochito gordo y viejo.
—Pues tenía la cacerola de las fresas haciéndose en la cocina y entró una de esas turistas,
una zorra rica, la primera cliente del día, le gustan los sombreritos que hago, sabes... En fin, no
es fea y todos los sombreros le sientan bien y por eso mismo se ha convertido en un problema;
el caso es que nos pusimos a hablar de Detroit, ella conocía en Detroit a una persona a la que
yo también conozco y estábamos hablando y de pronto ¡¡¡LO OLI!!! ¡SE ME QUEMAN LAS
FRESAS! Corrí a la cocina pero demasiado tarde... ¡Qué desastre! Las fresas se habían pasado
y se habían deshecho y apestaban, se me había quemado todo, es triste, y no pude salvar nada,
nada, ¡qué desastre!
—Lo siento. Pero, ¿le vendiste un sombrero?
—Le vendí dos. No fue capaz de decidirse.
—Siento lo de las fresas. Maté la araña.
—¿Qué araña?
—Creí que lo sabías.
—¿Si sabía qué? ¿Qué dices de arañas? Son sólo insectos.
—A mí me enseñaron que una araña no es un insecto. Es algo que se relaciona con el
número de patas... Bueno, en realidad ni lo sé ni me preocupa.
—¿Una araña no es un insecto? ¿Entonces qué mierda es?
—No un insecto. Al menos eso dicen. En fin, maté al maldito bicho.
—¿Has andado en mi bolso?
—Sí, claro. Lo dejaste ahí. Tenía ganas de tomar una cerveza.
—¿Tienes que tomar cerveza continuamente?
—Sí.
—Pues vas a ser un problema. ¿Comiste algo?
—Dos huevos y dos lonchas de tocino.
—¿Tienes hambre?
—Sí. Pero estás cansada. Descansa. Toma un trago.
—El cocinar me relaja. Pero primero voy a darme un baño caliente.
—Adelante.
—Vale —se inclinó, puso la tele y luego se fue al baño. Tuve que escuchar la tele.
Programa de noticias. Un cabrón perfectamente horrible con tres ventanillas en las narices. Un
cabrón perfectamente odioso vestido como una sosa muñequita, sudaba, y me miraba, diciendo
cosas que yo apenas entendía y que no me interesaban. Me di cuenta de que Marie se dedicaba
a mirar la tele horas y horas, así que tenía que adaptarme a ello. Cuando Marie volvió yo
miraba fijamente el cristal, lo cual le hizo sentirse mejor. Yo parecía tan inofensivo como un
hombre con un tablero de ajedrez y la página de deportes.
Marie había aparecido ataviada con otro atuendo. Si no fuese lo jodidamente gorda que era
podría incluso haber parecido elegante. En fin, de todos modos no estaba durmiendo en un
banco del parque.
—¿Quieres que cocine yo, Marie?
—No, no te preocupes. Ya no estoy tan cansada.
Empezó a preparar la cena. Cuando me levanté a por la siguiente cerveza, la besé detrás de
la oreja.
—Eres muy simpática, Marie.
—¿Tienes bebida suficiente para el resto de la noche? —preguntó.
—Sí, querida. Y aún queda esa botella de whisky. No hay problema. Yo sólo quiero
sentarme aquí y mirar la tele y oírte hablar. ¿De acuerdo?
—Claro, Charley.
Me senté. Se puso a preparar algo. Olía bien. Evidentemente era una buena cocinera.
Aquel cálido aroma del guiso impregnaba las paredes. Era lógico que estuviese tan gorda:
buena cocinera, buena comedora. Marie estaba haciendo una cacerola de guisantes. De vez en
cuando se levantaba y añadía algo a la cacerola. Una cebolla, un trozo de col. Unas cuantas
zanahorias. Sabía. Y yo bebía y contemplaba a aquella mujer vieja, grande y gorda y ella se
sentaba a hacer aquellos sombreros que parecían mágicos, trenzaba un cesto, cogía un color,
luego otro, esta anchura de cinta, aquélla. Y luego trenzaba así y lo cosía asá, y lo ponía en el
sombrero. Marie creaba obras maestras que jamás se reconocerían... bajando una calle en la
cabeza de una zorra.
Mientras trabajaba y atendía el guisado, hablaba.
—Ay, ya no es como antes. La gente no tiene dinero. Todo son cheques de viaje y talones
y tarjetas de crédito. Y es que la gente no tiene dinero. No lo llevan. Crédito por todas partes.
Un tipo acepta un talonario de cheques y ya está atrapado. Hipotecan sus vidas por comprar
una casa. Y tienen que llenar de mierda esa casa y disponer de un coche. Quedan enganchados
con la casa y los políticos lo saben y los fríen a impuestos. Nadie tiene dinero. Los pequeños
negocios no pueden mantenerse.
Nos sentamos ante el guisado y era perfecto. Después de cenar, sacamos el whisky y ella
trajo dos puros y vimos la tele y no hablamos mucho. Tenía la sensación de llevar allí años.
Ella seguía trabajando con los sombreros, hablaba de vez en cuando, y yo decía, sí, tienes
razón, ¿de veras? Y los sombreros seguían saliendo de sus manos, obras maestras.
—Marie —le dije—. Estoy cansado, me voy a la cama.
Ella dijo que me llevase el whisky y lo hice. Pero en vez de acostarme en mi cama, levanté
la ropa de la suya y me metí dentro. Después de desvestirme, por supuesto. Era un colchón
magnífico, una cama magnífica, uno de esos viejos muebles con techo de madera, o como lo
llamen. Supongo que el asunto es joder hasta tirar el techo. Jamás tiré ese techo sin que me
ayudaran los dioses.
Marie siguió viendo la tele y haciendo sombreros. Luego sentí que apagaba el aparato y
encendía la luz de la cocina y se acercaba al dormitorio, pasaba ante él sin verme y seguía
derecha hasta el cagadero. Estuvo allí un rato y luego vi cómo se quitaba la ropa y se ponía el
gran camisón rosa. Se hurgó un rato en la cara, luego lo dejó, se puso un par de rulos, se
volvió, caminó hacia la cama y me vio.
—Dios mío, Charley, te has equivocado de cama.
—Jijí.
—Escucha, querido, no soy esa clase de mujer.
—¡Vamos, déjate de cuentos y ven!
Lo hizo. Dios mío, todo era carne. En realidad, estaba algo asustado. ¿Qué hacer con todo
aquel material? Pero no había salida. El lado de la cama de Marie se hundía.
—Escucha, Charley...
Le cogí la cabeza, le volví la cara, parecía estar llorando. Posé mis labios en los suyos.
Nos besamos. Coño, empezó a ponérseme dura. Dios mío. ¿Qué pasaba?
—Charley —dijo ella—. No tienes porqué hacerlo.
Le cogí una mano y la puse en el pijo.
—Oh, demonios —dijo ella—, demonios...
Luego, me besó ella, dándome lengua. Tenía una lengua pequeña (por lo menos eso era
pequeño) y metió y sacó, apasionada y salivosa. Me aparté.
—¿Qué pasa?
Espera un momento.
Estiré la mano y cogí la botella y bebí un buen trago, luego la dejé otra vez y hurgué bajo
las sábanas y alcé aquel inmenso camisón rosa. Empecé a palpar, aunque no sabía seguro si podía ser aquello, con lo pequeño que era, aunque estuviese en el lugar correspondiente. Sí,
era su coño. Empecé a hurgar con mi aparato. Entonces ella bajó una mano y me guió. Otro
milagro. La cosa estaba prieta. Casi me raspaba la piel. Empezamos a darle. Yo quería
prolongarlo pero en realidad no me preocupaba demasiado. Ella me tenía. Fue uno de los
mejores polvos de mi vida. Gemí, bramé, terminé y caí a un lado, vencido. Increíble. Cuando
volvió del baño hablamos un rato. Y luego se durmió. Pero roncaba. Así que tuve que irme a
mi cama. Desperté a la mañana siguiente cuando ella se iba a trabajar.
—Tengo prisa, Charley, voy con retraso —dijo.
No te preocupes, querida.
En cuanto se fue, entré en la cocina y me bebí un vaso de agua.
Había dejado allí un monedero. Diez dólares. No los cogí.
Volví hasta el baño y eché una buena cagada, sin araña. Luego me bañé. Intenté lavarme
los dientes, vomité un poco. Me vestí y volví a la cocina. Cogí un trozo de papel y un lápiz:
Marie:
Te amo. Eres muy buena conmigo. Pero debo irme. Y no sé exactamente
por qué. Estoy loco, supongo. Adiós.
Charley.
Puse la nota sobre la tele. Me sentía muy mal. Era como si llorase. Se estaba tranquilo allí,
era la tranquilidad que me gustaba. Hasta la cocina y la nevera parecían humanas, lo digo en el
buen sentido... parecían tener brazos y voces y decir, quédate, chaval, aquí se está bien, aquí se
puede estar muy bien. Encontré lo que quedaba de la botella en el dormitorio. Lo bebí. Luego
saqué una lata de cerveza de la nevera. Me la bebí también. Luego me levanté e hice el largo
recorrido que había que hacer para salir de aquella estrecha vivienda, tuve la sensación de
recorrer por lo menos cien metros. Llegué a la puerta y luego recordé que tenía llave. Volví y
dejé la llave con la nota. Entonces volví a mirar los diez dólares del monedero. Los dejé allí.
Volví otra vez a la puerta. Cuando llegué, me di cuenta de que cuando la cerrase no habría
posibilidad de volver. La cerré. Era el final. Bajé aquellas escaleras. Otra vez estaba solo y a
nadie le importaba. Enfilé hacia el sur. Luego torcí a la derecha. Continué, seguí caminando y
salí del Barrio Francés. Crucé la calle del canal. Caminé unas cuantas manzanas y luego me
desvié y crucé otra calle y volví a desviarme. No sabía adónde ir. Pasé ante un local que
quedaba a mi izquierda y había un hombre a la puerta y dijo:
—Eh, amigo, ¿quiere trabajo?
Miré hacia el interior, y había hileras de hombres ante mesas de madera con martillitos
que clavaban cosas en conchas, como conchas de almejas, y rompían las conchas y hacían algo
con la carne, y estaba oscuro allí; era como si estuviesen pegándose a sí mismos martillazos y
sacasen lo que quedaba de ellos, y le dije a aquel tío:
—No, no quiero trabajo.
Miré al sol y seguí mi camino.
Con setenta y cuatro centavos.
Hacía un buen sol.

La Máquina
 de follarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora