Vida y muerte en el pabellon de caridad ( segunda parte )

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Había una bombillita sin pantalla. Junto a mí había un hombre muy corpulento, viejo, de
cincuenta y tantos. Era inmenso, aunque gran parte de la inmensidad era grasa, daba la
sensación de mucha fuerza. Estaba atado a la cama. Miraba fijamente hacia arriba, hablando
hacia el techo.
—... y era tan buen chico, un chico tan limpio y tan agradable, necesitaba el trabajo, decía
que necesitaba el trabajo, y dije: «me agradas mucho, muchacho. Necesitamos un buen
cocinero, un cocinero honrado, y sé distinguir una cara honrada, muchacho, sé conocer a la
gente, trabajarás conmigo y con mi mujer y tendrás aquí un buen puesto para toda la vida,
muchacho...». Y él dijo: «De acuerdo, señor», y parecía feliz de conseguir aquel trabajo y yo
dije: «Martha, tenemos ahora un buen chico, un chico listo y limpio, no hará como los otros
sucios hijos de puta». En fin, salí a hice una buena compra de pollos, una compra excelente.
Martha puede hacer grandes cosas con un pollo, tiene un toque mágico con los pollos. Salí y
compré veinte pollos para el fin de semana. Ibamos a tener un fin de semana excelente. Ibamos
a echar al Col. Sanders del negocio. Un buen fin de semana como aquél puedes sacar
doscientos billetes de beneficio limpio. El muchacho nos ayudó incluso a preparar y cortar los
pollos, lo hizo en sus horas libres. Martha y yo no teníamos hijos. Estaba tomándole cariño al
muchacho. En fin, Martha preparó los pollos en la parte de atrás, los preparó todos... teníamos
pollos preparados de diecinueve maneras distintas, nos salían pollos hasta por el culo. Lo
único que tenía que hacer el muchacho era cocinar el otro material, las hamburguesas, los
filetes, etc. Los pollos estaban listos. Y tuvimos un gran fin de semana, desde luego. Noche del
viernes, sábado y domingo. El muchacho era buen trabajador, y muy simpático, además. Daba
gusto tenerle allí. Y hacía aquellas bromas tan divertidas. A mí me llamaba Col. Sanders y yo
le llamaba hijo. Col. Sanders e Hijo, eso éramos. Cuando cerramos el sábado por la noche,
estábamos muy cansados pero muy contentos. Habíamos vendido todos los pollos. El local se
había llenado, la gente esperando, nunca había pasado una cosa así. Cerré la puerta y saqué
una botella de buen whisky y nos sentamos allí, cansados y felices, a echar un buen trago. El
chico lavó todos los platos y fregó el suelo. «Bien, Col. Sanders, ¿a qué hora vengo mañana?»
dijo, sonriendo. Le dije que a las seis y media y cogió su gorra y se fue. «Es un chico
magnífico, Martha», dije, y luego fui a la caja a contar las ganancias. ¡La caja estaba VACIA!
Sí, lo que dije: «¡La caja estaba VACIA!». Y la caja de puros con el beneficio de los otros dos
días, también la había encontrado, un chico tan majo y tan limpio... no lo entiendo... le dije que
podría tener un puesto de trabajo para toda la vida, eso le dije... veinte pollos... Martha
realmente sabe lo que es un pollo... y aquel muchacho, aquel cabrón de mierda, se escapó con
todo el dinero, aquel muchacho...
Luego se puso a gemir. He oído llorar a mucha gente, pero no había oído llorar a nadie así.
Se incorporó forzando las ligaduras que le ataban a la cama y empezó a gritar. Parecía que iba
a lograr romper las ligaduras. Toda la cama rechinaba, la pared nos lanzaba de rebote el
chillido. El hombre sufría terriblemente. No era un grito breve. Era un grito largo, largo y
seguía y seguía. Por fin cesó. Los ocho o diez norteamericanos varones, enfermos, tumbados
en nuestras camas, saboreamos el silencio.
Luego empezó a hablar otra vez.
—Era tan buen muchacho, me gustaba su aspecto. Le dije que podría tener un puesto de
trabajo para toda la vida. Hacía aquellas bromas tan divertidas, era agradable tenerle allí. Salí y
compré aquellos veinte pollos. Veinte pollos. Un fin de semana bueno puedes sacar
doscientos. Teníamos veinte pollos. El chico me llamaba Col. Sanders...
Me incliné hacia un lado y vomité en el suelo una bocanada de sangre...
Al día siguiente apareció una enfermera que me cogió y me acompañó hasta una litera de
ruedas. Yo aún vomitaba sangre y estaba muy débil. Me llevó en la litera al ascensor.
El técnico se situó detrás de su máquina. Me punzaron en el vientre y me dijeron que
esperase allí. Me sentía muy débil.
—Estoy demasiado débil para aguantar de pie —dije.
—Vamos, vamos, estése ahí —dijo el técnico.

La Máquina
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