—No creo que pueda —dije.
—Aguante.
Poco a poco, fui dándome cuenta que empezaba a caerme de espaldas.
—Me caigo —dije.
—No se caiga —dijo él.
—Estése quieto —dijo la enfermera.
Me caí de espaldas.
Tenía la sensación de estar hecho de goma. No sentí nada al tocar el suelo. Me sentía muy
ligero. Probablemente lo estuviese.
—¡Maldita sea! —dijo el técnico.
La enfermera me ayudó a levantarme y me aguantó contra la máquina con aquella aguja
en la barriga.
—No puedo sostenerme —dije—, creo que estoy agonizando. No puedo sostenerme, lo
siento pero no puedo sostenerme.
—Aguante firme —dijo el técnico—. Aguante usted ahí.
—Aguante ahí —dijo la enfermera.
Sentí de nuevo que caía. Caí.
—Lo siento —dije.
—¡Hombre por Dios, qué hace usted! —gritó el técnico—. ¡Ya he estropeado dos
películas! ¡Y esas malditas películas cuestan dinero!
—Lo siento —dije.
—Llévatelo de aquí —dijo el técnico.
La enfermera me ayudó a levantarme y me colocó otra vez en la litera. Tarareando me
arrastró otra vez hasta el ascensor.
Me sacaron de aquel sótano y me pusieron en una sala grande, muy grande. Había allí
unas cuarenta personas agonizando. Los cables de los timbres estaban desconectados y había
unas grandes puertas de madera, unas puertas muy gruesas de madera, reforzadas con tiras
metálicas a ambos lados, que nos separaban de las enfermeras y de los médicos. Habían puesto
biombos alrededor de mi cama y me pidieron que utilizase la cuña pero a mí no me gustaba la
cuña, ni para vomitar sangre ni, menos aún, para cagar. Si alguien inventase alguna vez una
cuña cómoda y práctica, enfermeras y médicos le odiarían por toda la eternidad y hasta
después.
Llevaba tiempo con ganas de cagar, pero sin suerte. Por supuesto, lo único que me daban
era leche y tenía el estómago destrozado, tanto que apenas podía mandar nada al ojo del culo.
Una enfermera me había ofrecido un poco de carne asada de buey, dura, con zanahorias
semicocidas y patatas semimachacadas. Lo rechacé. Sabía que lo único que querían era
disponer de otra cama libre. De todos modos, aún seguía con ganas de cagar. Extraño. Era mi
segunda o tercera noche allí. Estaba muy débil. Conseguí descorrer una cortina y salir de la
cama. Llegué hasta el cagadero y me senté. Hice fuerzas allí sentado, descansé, volví a hacer
fuerza. Por fin me levanté. Nada. Sólo un remolinito de sangre. Entonces se inició un tiovivo
en mi cabeza y me apoyé contra la pared con una mano y vomité una bocanada de sangre. Tiré
de la cadena y salí. Cuando iba por mitad del camino tuve otra arcada. Caí. Luego, en el suelo,
vomité otra bocanada de sangre. No sabía que hubiese tanta sangre dentro de la gente. Solté
otra bocanada.
—Oye hijo de la gran puta —aulló un viejo desde su cama—, cállate de una vez, aquí no
hay quien duerma.
—Perdona, compadre —dije, y luego me desmayé.
La enfermera se puso furiosa.
—Pedazo de cabrón —decía—, te dije que no descorrieras las cortinas. ¡Este mierda me
va a joder la noche!
—Oye, coño apestoso —le dije—, tú tenías que estar en una casa de putas de Tijuana.
Me alzó la cabeza, cogiéndome del pelo y me abofeteó.
—¡Retira eso! —dijo—. ¡Retira eso!—Florence Nightingale —dije—, te amo.
Me soltó la cabeza y salió de la habitación. Era una dama con auténtico espíritu y
auténtico fuego; eso me gustó. Me revolqué en mi propia sangre, manchando la bata. Eso la
enseñaría.
Florence Nightingale volvió con otra sádica y me pusieron en una silla y la arrastraron
hacia mi cama.
—¡Basta ya de ruidos! —dijo el viejo. Tenía razón.
Volvieron a meterme en la cama y Florence volvió a cerrar la cortinilla.
—Ahora, hijoputa —dijo—, no salgas de ahí porque si no la próxima vez te joderé.
—Chúpamela —dije—, chúpamela antes de irte.
Se apoyó en la cabecera y me miró a la cara. Tengo una cara muy trágica. Atrae a algunas
mujeres. La enfermera tenía unos ojos grandes y apasionados y los clavó en los míos. Levanté
la sábana y alcé la bata. Me escupió en la cara. Luego se fue...
Luego apareció la enfermera jefe.
—Señor Bukowski —dijo—, no podemos darle a usted sangre. No tiene usted crédito de
sangre. —Sonrió. Venía a comunicarme que iban a dejar que me muriera.
—De acuerdo —dije.
—¿Quiere usted ver al sacerdote?
—¿Para qué?
—En su ficha de ingreso dice que es usted católico.
—Lo puse por poner algo.
—¿Por qué?
—Lo fui. Si pongo «ninguna religión» siempre hacen un montón de preguntas.
—Está usted ingresado como católico, señor Bukowski.
—Oiga, me resulta difícil hablar. Me estoy muriendo. De acuerdo, de acuerdo. Soy
católico, si ése es su gusto.
—No podemos administrarle nada de sangre, señor Bukowski.
—Escuche, mi padre trabaja para el condado. Creo que tienen un programa de sangre.
Museo del Condado de Los Angeles. Se llama señor Henry Bukowski. Me odia.
—Comprobaremos eso...
Algo pasó con mis papeles mientras yo estaba arriba. No vi a un médico hasta el cuarto
día, y por entonces descubrieron que mi padre, que me odiaba, era un buen tipo que tenía un
trabajo y que tenía un hijo borracho agonizante sin trabajo y el buen tipo había dado sangre
para el programa de sangre, así que cogieron una botella y me la sirvieron. Trece pintas de
sangre y trece de glucosa sin parar. La enfermera se quedó sin sitio donde clavar la aguja...
Cuando desperté estaba a mi lado el sacerdote.
—Padre —dije—, váyase, por favor. Puedo morirme sin esto.
—¿Quieres que me vaya, hijo mío?
—Sí, padre.
—¿Has perdido la fe?
—Sí, he perdido la fe.
—El que fue católico siempre es católico, hijo mío.
—Cuentos, padre.
Un viejo de la cama de al lado dijo:
—Padre, yo hablaré con usted. Hable usted conmigo, padre. El sacerdote se acercó a él.
Yo esperaba la muerte. Sabes perfectamente que no fallecí entonces, porque si no no estaría
contándote esto...
Me trasladaron a úna habitación con un negro y un blanco. El blanco tenía rosas frescas
todos los días. Cultivaba rosas que vendía a las floristerías. No cultivaba rosas entonces, sin
embargo. El negro había reventado como yo. El blanco estaba mal del corazón, muy mal. Allí
estábamos, y el blanco hablaba de criar y cultivar rosas y de que ojalá pudiese fumar un
cigarrillo, Dios mío, cómo necesitaba un cigarrillo. Yo había dejado de vomitar sangre. Ya sólo la cagaba. Tenía la sensación de haber conseguido salir del agujero. Acababa de vaciar
una pinta de sangre y habían retirado la aguja.
—Te conseguiré unos cigarrillos, Harry.
—Oh Dios mío, gracias, Hank.
Me levanté de la cama.
—Dame dinero.
Me dio unas monedas.
—Si fuma morirá —dijo Charley. Charley era el negro.
—Cuentos, Charley, un par de cigarrillos no hace daño a nadie.
Salí de la habitación y crucé el vestíbulo. Había una máquina de cigarrillos en el vestíbulo
de recepción. Saqué un paquete y volví.
Luego, Charley, Harry y yo nos pusimos a fumar. Era por la mañana. Hacia el mediodía
pasó el médico y le colocó una máquina a Harry. La máquina escupía y pedorreaba y gruñía.
—¿Ha estado usted fumando, verdad? —dijo el doctor a Harry.
—No, doctor, de veras, no he fumado.
—¿Quién de ustedes compró esos cigarrillos?
Charley miró al techo. Yo miré al techo.
—Si fuma usted otro cigarrillo, morirá —dijo el médico.
Luego, cogió su máquina y se largó. En cuanto se fue, saqué la cajetilla de debajo de la
almohada.
—Dame uno —dijo Harry.
—Ya oíste lo que dijo el médico —dijo Charley.
—Sí —dije yo, exhalando una bocanada de maravilloso humo azul—. Ya oíste lo que dijo
el médico: «Si fuma otro cigarrillo, morirá».
—Prefiero morir feliz a morir amargado —dijo Harry.
—No puedo hacerme responsable de tu muerte, Harry —dije—. Le pasaré los cigarrillos a
Charley, y si él quiere darte uno, es asunto suyo.
Se los pasé a Charley, que tenía la cama del centro.
—Bueno, Charley —dijo Harry—, pásamelos.
—No puedo hacerlo, Harry. No puedo matarte, Harry.
Charley me devolvió los cigarrillos.
—Vamos, Hank, déjame fumar uno.
—No, Harry.
—¡Por favor, to lo suplico, sólo uno!
—¡Maldita sea!
Le tiré la cajetilla. Le temblaba la mano al sacarlo.
—No tengo cerillas. ¿Quién las tiene?
—Maldita sea —dije.
Le tiré las cerillas...
Vinieron y me enchufaron otra botella. A los diez minutos llegó mi padre. Venía con él
Vicky, tan borracha que apenas si podía sostenerse en pie.
—¡Querido! —dijo—. ¡Querido mío!
Dio un traspié contra el borde de la cama.
Miré al viejo.
—Hijo de puta —dije—. No tenías que haberla traído borracha.
—Querido, ¿no querías verme, eh? Dime, querido...
—Te advertí que no to comprometieras con una mujer como ésta.
—Está hundida. Tú, cabrón, le compraste whisky, la emborrachaste y luego la trajiste
aquí.
—Ya to dije que no era buena, Henry. Te dije que era una mala mujer.
—¿Pero es que ya no me amas, queridito mío?
—Sácala de aquí... ¡INMEDIATAMENTE! —le dije al viejo.
—No, no, quiero que veas qué clase de mujer tienes.
—Sé qué clase de mujer tengo. Ahora sácala de aquí inmediatamente, o si no to juro que
me arranco esta aguja del brazo y te la clavo en el culo.
El viejo se la llevó. Me derrumbé en la almohada.
—Es guapa —dijo Harry.
—Lo sé —dije—, lo sé...
Dejé de cagar sangre y me dieron una lista de lo que tenía que comer y me dijeron que si
bebía un sólo trago moriría. Me dijeron también que moriría si no me operaba. Tuve una
terrible discusión con una doctora japonesa sobre operación y muerte. Yo había dicho «nada
de operación» y ella salió de allí meneando el culo furiosa. Harry aún seguía vivo cuando me
fui, tenía escondidos los cigarrillos.
Salí a la claridad del sol para ver cómo era. Estaba muy bien, perfectamente. Pasaban los
coches. La acera era tan acera como lo había sido siempre. Dudé entre coger un autobús y
probar a llamar por teléfono a alguien para que viniese a recogerme. Entré a llamar por
teléfono en aquel bar. Primero me senté y fumé un cigarrillo.
El encargado se acercó y le pedí una botella de cerveza.
—¿Cómo va esa vida? —me preguntó.
—Como siempre —dije
Se fue. Eché cerveza en el vaso y luego miré el vaso un rato y luego me bebí la mitad de
un trago. Alguien echó una moneda en el tocadiscos y hubo un poco de música. La vida
parecía algo más agradable, mejor. Terminé por fin aquel vaso, me serví otro y me pregunté si
aún se me alzaría el rabo. Eché un vistazo al bar: ninguna mujer. Hice lo mejor que podía
hacer: alcé el vaso y lo vacié de un trago