Me bajé del autobús en Rampart, luego retrocedí caminando una manzana hasta Coronado,
subí la cuestecita, subí las escaleras hasta el camino, y recorrí el camino hasta la entrada del
patio de arriba. Me quedé un rato frente a aquella puerta, sintiendo el sol en los brazos. Luego
saqué la llave, abrí la puerta y empecé a subir las escaleras.
—¿Quién es? —oí decir a Madge.
No contesté. Seguí subiendo lentamente. Estaba muy pálido y un poco débil.
—¿Quién es? ¿Quién anda ahí?
—No te asustes, Madge, soy yo.
Llegué al final de la escalera. Ella estaba sentada en el sofá con un vestido viejo de seda
verde. Tenía en la mano un vaso de oporto, oporto con cubitos de hielo, como a ella le
gustaba.
—¡Chico! —se levantó de un salto. Parecía alegre, cuando me besó.
—¡Oh, Harry! ¿Has vuelto de verdad?
—Puede. Veremos si duro. ¿Hay alguien en el dormitorio?
—¡No seas tonto! ¿Quieres un trago?
—Ellos dicen que no puedo. Tengo que comer pollo hervido, huevos hervidos. Me dieron
una lista.
—Ah, los muy cabrones. Siéntate. ¿Quieres darte un baño? ¿Quieres comer algo?
—No, déjame sentarme —me acerqué a la mecedora y me senté.
—¿Cuánto dinero queda? —le pregunté.
—Quince dólares.
—Lo gastaste deprisa.
—Bueno...
—¿Cuánto debemos de alquiler?
—Dos semanas. No pude encontrar trabajo.
—Lo sé. Oye, ¿dónde está el coche? No lo vi fuera.
—Oh Dios mío, malas noticias. Se lo presté a una gente. Chocaron. Tenía la esperanza de
que lo arreglasen antes de que volvieras. Está abajo, en el taller de la esquina.
—¿Aún camina?
—Sí, pero yo quería que le arreglasen el golpe que tiene delante para cuando tú volvieras.
—Un coche como ése puede llevarse con un golpe delante. Mientras el radiador esté bien,
no hay problema. Y mientras tengas faros.
—¡Ay Dios mío! ¡Yo sólo quería hacer bien las cosas!
—Volveré en seguida —le dije.
—Harry, ¿adónde vas?
—A ver el coche.
—¿Por qué no esperas hasta mañana, Harry? No tienes buen aspecto. Quédate conmigo.
Hablemos.
—Volveré. Ya me conoces. Me gusta dejar las cosas listas.
—Oh, vamos, Harry.
Empecé a bajar la escalera. Luego subí otra vez.
—Dame los quince dólares.
—¡Oh, vamos, Harry!
—Mira, alguien tiene que impedir que este barco se hunda. Tú no vas a hacerlo, los dos lo
sabemos.
—De veras, Harry, hice todo lo posible. Estuve por ahí todas las mañanas buscando, pero
no pude encontrar nada.
—Dame los quince dólares. Madge cogió el bolso, miró dentro.
—Oye, Harry, déjame dinero para comprar una botella de vino para esta noche, ésta está
casi acabada. Quiero celebrar tu regreso.
—Sé que lo celebras, Madge.
Buscó en el bolso y me dio un billete de diez y cuatro de dólar. Agarré el bolso y lo vacié
en el sofá. Salió toda su mierda. Más monedas, una botellita de oporto, un billete de dólar y un
billete de cinco dólares. Intentó coger el de cinco, pero yo fui más rápido, me levanté y la
abofetée.
—¡Eres un cabrón! Sigues siendo el mismo hijoputa de siempre.
—Sí, eso es porque aún sigo vivo.
—¡Si me pegas otra vez, me largo!
—Ya sabes que no me gusta pegarte, nena.
—Sí, me pegas a mí, pero no le pegarías a un hombre, ¿verdad que no?
—¿Qué tendrá que ver una cosa con otra?
Cogí los cinco dólares y volví a bajar las escaleras.
El taller estaba a la vuelta de la esquina. Cuando entré, el japonés estaba poniendo pintura
plateada en una rejilla recién instalada. Me quedé mirando.
—Demonios, parece que vas a hacer un Rembrandt —le dije. —¿Es éste su coche, señor?
—Sí. ¿Cuánto te debo?
—Setenta y cinco dólares.
—¿Qué?
—Setenta y cinco dólares. Lo trajo una señora.
—Lo trajo una puta. Mira, este coche no valía entero setenta y cinco dólares. Y sigue sin
valerlos. Esa rejilla se la compraste por cinco pavos a un chatarrero.
—Oiga, señor, la señora dijo...
—¿Quién?
—Bueno, aquella mujer dijo...
—Yo no soy responsable de ella, amigo. Acabo de salir del hospital. Te pagaré lo que
pueda cuando pueda, pero no tengo trabajo y necesito el coche para conseguir un trabajo. Lo
necesito ahora mismo. Si consigo el trabajo, podré pagarte. Si no, no podré. Si no confías en
mí, tendrás que quedarte con el coche. Te daré la tarjeta. Ya sabes dónde vivo. Si quieres subo
a por ella y te la traigo.
—¿Cuánto dinero puede darme ahora?
—Cinco billetes.
—No es mucho.
—Ya te lo dije, acabo de salir del hospital. En cuanto consiga un trabajo, podré pagarte.
Eso o te quedas con el coche.
—De acuerdo —dijo—. Confío en usted. Deme los cinco.
—No sabes el trabajo que me costaron estos cinco dólares.
—¿Cómo dice?
—Olvídalo.
Cogió los cinco y yo cogí el coche. Arrancaba. El depósito de gasolina estaba mediado.
No me preocupé del aceite ni del agua. Di un par de vueltas a la manzana sólo para ver cómo
era lo de conducir otra vez un coche. Agradable. Luego me acerqué a la bodega y aparqué
enfrente.
—¡Harry! —dijo el viejo del sucio delantal blanco.
—¡Oh, Harry! ——dijo su mujer.
—¿Dónde estuviste? —preguntó el viejo del sucio delantal blanco.
—En Arizona. Trabajando en una venta de terrenos.
—Ves, Sol —dijo el viejo—, siempre te dije que era un tipo listo. Se le nota que tiene
cerebro.
—Bueno —dije—, quiero dos cajas de seis botellas de Miller's, a cuenta.
—Un momento —dijo el viejo. —¿Qué pasa? ¿No he pagado siempre mi cuenta? ¿Qué mierda pasa?
—Oh, Harry, tú siempre has cumplido. Es ella. Ha hecho subir la cuenta hasta... déjame
ver... trece setenta y cinco.
—Trece setenta y cinco, eso no es nada. Mi cuenta ha llegado a los veintiocho billetes y la
he liquidado, ¿no es así?
—Sí, Harry, pero...
—¿Pero qué? ¿Quieres que vaya a comprar a otro sitio? ¿Quieres que deje de tener cuenta
aquí? ¿No vas a fiarme dos cochinas cajas después de tantos años?
—De acuerdo, Harry —dijo el viejo.
—Bueno, mételo todo en una bolsa. Y añade un paquete de Pall Mall y dos Dutch
Masters.
—De acuerdo, Harry, de acuerdo...
Subí otra vez las escaleras. Llegué arriba.
—¡Oh, Harry, trajiste cerveza! ¡No la bebas, Harry, no quiero que te mueras, nene!
—Ya lo sé, Madge. Pero los médicos no saben un pijo. Venga, ábreme una cerveza. Estoy
cansado. Ha sido mucho trabajo. Sólo he estado dos horas fuera de casa.
Madge salió con la cerveza y un vaso de vino para ella. Se había puesto los zapatos de
tacón y cruzó las piernas muy alto. Aún lo tenía. En lo que se refería al cuerpo.
—¿Conseguiste el coche?
—Sí.
—Ese japonesito es un tipo agradable, ¿verdad?
—Tenía que serlo.
—¿Qué quieres decir? ¿No arregló el coche?
—Sí, es un tipo agradable. ¿Ha estado aquí?
—Harry, ¡no empieces otra vez con esa mierda! ¡Yo no jodo con japoneses!
Se levantó. Aún no tenía barriga. Tenía las ancas, las caderas, el culo, todo en su sitio. Qué
mala puta. Bebí media botella de cerveza y me acerqué a ella.
—Sabes que estoy loco por ti, Madge, nena, sería capaz de matar por ti. ¿Lo sabes?
Estaba muy cerca de ella. Me lanzó una sonrisilla. Dejé la botella, le quité el vaso de vino
de la mano y lo vacié. Era la primera vez en varias semanas que me sentía un ser humano
decente. Estábamos muy juntos. Frunció aquellos terribles labios rojos. Entonces me lancé
sobre ella con las dos manos. Cayó de espaldas en el sofá.
—¡So puta! Hiciste subir la cuenta en la bodega a trece setenta y cinco, ¿eh?
—No sé.
Tenía el vestido por encima de las rodillas.
—¡So puta!
—¡No me llames puta!
—¡Trece setenta y cinco!
—¡No sé de qué me hablas!
Subí encima de ella, le eché la cabeza hacia atrás y empecé a besarla, sintiendo sus
pechos, sus piernas, sus caderas. Ella lloraba.
—No... me llames... puta... no, no... ¡sabes que te amo, Harry!
Me aparté de un salto y me planté en el centro de la alfombra.
—¡Vas a saber lo que es bueno, nena!
Madge se rió sin más.
Me acerqué, la cogí, la llevé al dormitorio y la tiré en la cama.
—¡Harry, pero si acabas de salir del hospital!
—¡Lo cual significa que tengo dos semanas de esperma en la reserva!
—¡No digas cochinadas!
—¡Vete a la mierda!
Salté a la cama, desnudo ya.
Le alcé el vestido, besándola y acariciándola. Era un montón de mujer-carne.
Le bajé las bragas. Luego, como en los viejos tiempos, me encontré dentro. Le di ocho o diez buenos meneos, tranquilamente. Luego, ella dijo:
—No creerás que me he acostado con un sucio japonés, ¿verdad?
—Creo que joderías con un sucio cualquier cosa.
Se echó hacia atrás y me echó a mí.
—¿Qué mierda pasa? —grité.
—Te amo, Harry. Tú sabes que te amo. ¡Me duele mucho que me hables así!
—Bueno, nena, ya sé que no te joderías a un sucio japonés. Era sólo una broma.
Madge abrió las piernas de nuevo y volví a entrar.
—¡Oh, querido, ha sido tanto tiempo! —¿De veras?
—¿Qué quieres decir? ¿Ya empiezas otra vez con eso? —No, de veras, nena. ¡Te amo,
nena!
Le alcé la cabeza y la besé, cabalgando. —Harry —dijo. —Madge —dije. Ella tenía razón.
Había sido mucho tiempo. Debía en la bodega trece setenta y cinco, más dos cajas de seis
botellas, más los puros y los cigarrillos y debía al Hospital General del condado de los Angeles
doscientos veinticinco dólares, y debía al sucio japonés setenta dólares, y había algunas
facturas más, y nos abrazábamos con fuerza y las paredes se cerraban.
Lo hicimos.