Capítulo 42

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Nuestros ojos se cruzan al abrirse la puerta por la que entra a la habitación. No hay más decoración que una mesa y una cama, provista de un desgastado y deforme colchón cubierto por unas simples sábanas blancas. Su cabello ha crecido con velocidad y una poblada barba de meses, le enmarca el rostro contraído.

Parece avergonzado. Pasa la palma de su mano derecha varias veces por la longitud de su brazo izquierdo en caricias auto infligidas, en tanto cierra los parpados con fuerza y desvía la mirada esmeralda, rehuyendo de la mía.

El guardia con semblante malhumorado que lo acompaña, avisa que sólo tiene dos horas, saliendo del lugar y asegurando la puerta por fuera. Al percatarse de la ausencia de éste, el mirar perdido de Riley regresa a mí con la velocidad de un relámpago pero, continúa alejado; actitud que me congela al punto de pensar que no le alegra mi visita.

Cuánto daría por no necesitar de las muletas para desplazarme y acortar la distancia entre nosotros. Pagaría lo que fuera por correr hasta él, abrazarlo con todas mis fuerzas y retribuir el tiempo que perdí sumida en la inconsciencia a causa de mi falta de control detrás del volante y de mis nulos reflejos, que al parecer habían tomado vacaciones aquella madrugada.

Suelta su brazo, posando su atención en la escayola que adorna mi pierna desnuda.

Afuera hace el peor clima otoñal, con lluvia y vientos que rasgan la dermis. Es desesperante tener que usar faldas en medio de las inclemencias del tiempo, tan solo por un horrendo yeso.

Una sonrisa casi imperceptible tira de sus labios al notar el calzado en mi pie sano. Es la primera vez que uso balerinas, me hacen sentir como aquella pequeña pelirroja del McDonald's; solo que mucho más boba. No he avanzado ni siquiera la mitad del recorrido y el cansancio ya me está cobrando la factura por mi poca destreza.

Paro en seco respirando de forma acelerada, y su ceño se frunce.

— Recuerda que solo tenemos ciento veinte minutos, lo equivalente a dos horas para decirnos tantas cosas como queramos — le digo, sorbiendo con mi nariz y atrapando con mi lengua una lágrima que basta sentir su sabor salado en mis papilas, para darme cuenta de que lloro —. Si esperas que sea yo quien vaya hasta ti, déjame decirte que se irán antes de que pueda lograrlo.

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