Capítulo 2

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¡Nunca imaginó que el nuevo mundo estuviera tan lejos!

Los Andley tienen varios meses navegando y aunque al principio viajar en barco fue emocionante, luego de meses de solo ver agua, el aburrimiento se ha hecho presente en Candice. Lo peor es que, con tantos hombres en la embarcación, doña Emilia anda pegada a ella y no puede estar ni un minuto a solas. Los únicos momentos divertidos son los que ha pasado practicando esgrima con Antonio, pese a que doña Emilia diga que esas actividades no son para una dama. Pero ese día una sola frase cambió todo.

- ¡Tierra a la vista! -se escuchó el grito de uno de los marineros.

- ¡Por fin! -exclamó Candy mientras corría hacia la borda.

- ¡Sofía! -le reprendió Emilia, quien durante los meses de travesía pudo acostumbrarse a llamarla por su tercer nombre.

-Lo siento tía -se disculpó con una pequeña mueca.

«No tiene remedio», se lamentó la mujer mayor con un suspiro.

- ¿En cuánto tiempo tocaremos tierra? -preguntó Antonio a un marinero que se dirigía a ayudar a los demás con las velas.

-En unas dos horas señor -respondió apenas deteniéndose.

Antonio agradeció la información al hombre y le pidió a su tía y hermana que se prepararan para desembarcar.

Sofía y Emilia Andley se fueron a lo que, durante todo el viaje, fue su habitación. En poco tiempo estuvieron listas gracias a la ayuda de las doncellas que llevaban. Aunque a Candy no le gusta traer todo el tiempo a su tía o a la doncella pegadas a ella, no le queda de otra. En casos como estos son de mucha ayuda y las dos horas se pasaron volando.

¡Por fin estaba en tierra!

Pasó tanto tiempo en altamar que, al caminar, aún sentía el bamboleo del barco. La playa donde desembarcaron estaba desierta. Se supone que una comitiva estaría esperándolos para llevarlos a la ciudad pero no había ni rastro de ella. En vista de eso, emprenderían el viaje a la ciudad por ellos mismos, lo cual sería bastante difícil ya que no conocen los caminos.

Esperaron a que bajaran las tres diligencias, los caballos de tiro y los caballos de Antonio y Candy, catorce en total. Y es que una cosa era no ser los ilustres Cortés de Altamira y otra ser los pobretones Andley. O eso exigió Emilia. Antonio, con tal de hacerles más fácil la adaptación a su nueva vida, prefirió hacer la vista gorda.

George, eficiente como siempre, consiguió que un lugareño que se encontraba cerca de la playa los guiara a la ciudad. Cuando estuvieron listos, el hombre subió a una de las diligencias, junto al cochero, y partieron. La segunda diligencia, ocupada por las doncellas, les seguía de cerca. Así como los caballos en los que viajaban los pocos sirvientes que traían. George se quedó dirigiendo el desembarque del resto de las cosas que llevaban por lo que la otra diligencia se quedó con él. Por supuesto se aseguró de que, en cuanto llegaran a la ciudad, enviaran a alguien para que lo guiara a él.

En la oficina principal del fuerte de San Juan, apoltronado en su sillón, con un puro encendido en la mano, Julio Montero, Comandante Militar de las fuerzas Armadas de Nuestra Señora de los Ángeles, medita en su tema favorito.

El comandante es un hombre recio que disfruta del poder que le brinda su posición. El brillo perverso de sus ojos grises reafirma sus duras, aunque hermosas, facciones. Su cabello rubio contrasta con el azul de su uniforme, engalanado con las medallas propias de su rango.

Calada tras calada, el sabor del tabaco va relajándolo, pero es la imagen del bandido vestido de negro, columpiándose en la horca, la que pone una sonrisa en su rostro. Una imagen que planea hacer pronto realidad.

Bandolero: Entre el deber y el amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora