Capítulo 4

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Dentro de la habitación, una desesperada Dorotea aguardaba por el regreso de su patrona. En el transcurso de la tarde, se había arrepentido una y mil veces de su blandura.

-Debí ser más firme -se recriminó, mientras daba vueltas por la habitación.

Cuando la señorita de la casa le pidió una muda de ropa vieja, que le quedara, jamás imaginó el uso que la joven pensaba darle. Se fue antes de que oscureciera y hacía rato que el sol ya no estaba en el cielo.

-Sólo serán veinte minutos. Doy una vuelta por el centro y vuelvo -había dicho la rubia, con las manos entrelazas frente a su pecho.

«Tonta, tonta, tonta. No debí dejarme convencer. Debí acompañarla», se lamentó en sus adentros sin dejar de caminar por la estancia.

Los veinte minutos se habían convertido en una hora y la hora en horas. Dorotea, oriunda del lugar, conoce muy bien los peligros que se cuecen bajo el amparo de la noche. No así su joven patrona. Una muchachita inocente e inexperta, una presa fácil. Se frotó los brazos con fuerza. Los escalofríos empezaron desde que vio aparecer la primera estrella en el firmamento y ella no regresó.

«Por favor Diosito, que no le haya pasado nada», rogó en si interior.

Un golpe en el balcón la sobresaltó. Sus nervios, de por si alterados, saltaron igual que chilpayas en comal caliente. Esperanzada se dirigió hacia el ventanal. La silueta dibujada en la cortina casi la hizo llorar de alivio. Con torpeza se apresuró a destrabar los seguros, abriendo enseguida para que la señorita de la casa entrara.

- ¡Gracias al cielo! -exclamó juntando las manos en su pecho.

-Perdóname, no fue mi intención ser tan desconsiderada contigo. -Dorotea abrió mucho los ojos, impresionada por la disculpa de Candice. Nunca, en sus veintitrés años de vida, un patrón se había disculpado con ella. Mucho menos pedido perdón.

-Le ayudaré a cambiarse -musitó la joven criada, no sabiendo que otra cosa decir.

Candice asintió. Distraída comenzó a desatar las cintas de su blusón, su mente ocupada en el extraño personaje que había conocido en su tercer día en la ciudad.

En su guarida, después de una larga cabalgata desde el pueblo, el misterioso enmascarado limpiaba sus armas. El antifaz ya no ocultaba sus facciones. Sus intensos ojos zafiro, concentrados en dejar impecable la espada, brillaban divertidos.

« ¿Quién será esa fierecilla? Hacía mucho que no disfrutaba de la conversación de una dama », caviló mientras tallaba la espada.

Una inesperada sonrisa se filtró en sus labios.

Bernardo, amigo y ayudante, sordomudo por una enfermedad de la infancia, lo observó intrigado. Desde que llegó no ha leído una sola palabra en sus labios. Cosa poco común. Por lo general, comparte con él los resultados de sus incursiones, así como detalles que espera que él pula discretamente en el pueblo. Ahí hay algo raro, sin duda.

Terrence, ajeno a las meditaciones de su compañero, cavilaba en la manera de volver a verla. Aunque conoce su paradero permanente, gracias a su previsión de seguirla hasta que llegara a su casa, no puede aparecerse así como así. Su conciencia había ganado la pelea y decidió cuidar que en el camino a su casa no le ocurriera nada. La travesía por el pueblo fue de sobresalto en sobresalto. En distintos momentos tuvo que ahuyentar a más de un indeseable, llegando a creer que ella se daría cuenta que la seguía. Y para su sorpresa, se vio deseando que lo hiciera.

Mañana. Mañana haría uso de su otra personalidad para verla y darle un nombre a la señorita pecas.

***

Bandolero: Entre el deber y el amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora