Capítulo 14

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—Esto no me gusta, Bernardo —susurró Terrence desde su posición detrás de los arbustos, que lo mantenían oculto a la mirada de cualquiera.

Bernardo no respondió. El joven observaba el ir y venir de los hombres, intrigado por la diligencia tan poco común con la que realizaban sus tareas. Ese día, mientras recorría el mercado, se había enterado sobre la desaparición de varios niños. Las madres, desesperadas, los buscaban por todas las calles de la ciudad, recurriendo a los militares por ayuda. Siendo el mismo Montero quien se había comprometido a regresarlos sanos y salvos a sus hogares.

—Esos hombres no parecen secuestradores, mucho menos traficantes —continuó, la imagen que, con la poca luz de la luna, lograba ver con su catalejo no le inspiraba la menor confianza.

Miró a Bernardo que en ese momento pedía su atención tocándole el brazo.

—Son hombres de Montero —interpretó las señas que hizo el joven—. Sí, creo que tienes razón -concordó llevándose la mano derecha a la mandíbula.

—«El comandante trafica con niños» —intervino Bernardo, moviendo las manos con rapidez.

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—No sé, Bernardo, mi instinto me dice que hay algo turbio en todo esto. —Hurgó en su bolsillo y sacó el reloj «las once cuarenta»—. Es casi medianoche, el movimiento en la finca debe terminar pronto y entonces aprovecharé para sacar a los pequeños —informó a su compañero, quien no tardó en mostrar su desacuerdo con movimientos enérgicos de las manos y la cabeza.

Terrence entendía la preocupación de su ayudante, y la compartía, sin embargo, su sentido del deber le impulsaba a actuar; por esto había perdido a la mujer que ama. Había escogido el deber antes que el amor y tenía que hacer que valiese la pena. Empezando por esos inocentes que esperan un milagro que los devuelva a los brazos de sus madres.

La imagen de Candice regresó a sus pensamientos, superponiéndose a su decisión de mantenerla alejada de ellos. Pensar en ella le dolía. Y no pensar también. Sufría su ausencia, aguantando en silencio su pena. Con una sonrisa triste agitó la cabeza, negando, su mal no tenía remedio. Despejó su mente de los recuerdos de su amada y se concentró en el movimiento de la finca. Lejos estaba de pensar que la causa de sus tormentos estaba más cerca de lo que imaginaba.

En el camino a roca partida, Candice bregaba con dificultad con la yegua alazana que tomó de los establos de su hermano. El camino era pedregoso y con empinadas pronunciadas.

«Ahora entiendo lo de roca partida», había pensado cuando se encontró recorriendo el sendero lleno de piedras.

El camino era el más peligroso y accidentado por el que había tenido la desdicha de transitar. De no ser porque, a regañadientes, Dorotea le dio las indicaciones necesarias no habría sabido hacia dónde dirigirse. La pobre mujer se quedó en la habitación de su joven patrona, con el corazón en la garganta por el miedo a que le sucediera algo malo. No obstante, conociendo su tozudo carácter, prefirió facilitarle lo que fuera a hacer.

Ya tenía más de una hora maniobrando con la yegua por el agreste camino. Solo esperaba llegar a tiempo o de nada habrá servido exponerse a los peligros de la noche. Avanzó por varios minutos más, y casi suspiró de alivio cuando alcanzó a ver una abandonada y vieja edificación.

—Ese debe ser el lugar —musitó mirando a algunos hombres que todavía andaban en los alrededores del lugar.

Detuvo la yegua y se quedó observando detenidamente su entorno. Dilucidando qué hacer. No podía llegar hasta allá como si nada, si Montero la veía le haría muchas preguntas; preguntas que no sabría responder.

Con el catalejo en mano Terrence no perdía detalle de ningún movimiento en la antigua finca. Oteaba con celo cada rincón del lugar, vigilando los alrededores, en espera del momento propicio para llevar a cabo el rescate, hasta que su mirada se detuvo en la estática figura vestida de negro, color que solo sirvió para resaltar su fulgurante melena amarilla.

Bandolero: Entre el deber y el amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora