Capítulo 22

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«Mañana», repitió lo dicho por el abogado minutos antes.

Recostado sobre la dura cama de piedra, y sin nada con qué cubrirse, Terence meditaba sobre su futuro. El día anterior había sido apresado en la hacienda para después ser encerrado en esa fría y maloliente celda.

Según George, el juez había pactado el juicio para dentro de dos días a partir de su captura. Eso fue ayer. Hoy era el día intermedio. Su juicio era mañana. Ya estaba cayendo la noche así que, probablemente, no le quedaran más que unas pocas horas de vida.

La imagen de Candice acudió a su mente pero la alejó con rapidez. Si quería mantenerse entero no podía darse el lujo de pensar en ella, si lo hacía, si pensaba en el futuro que le sería arrebatado si George no lograba derribar las acusaciones del comandante, en ese caso enloquecería; de rabia, dolor e impotencia.

Tampoco quiso verla. Negarse a recibirla le dolió. Es consciente de que su rechazo la hirió, no obstante, no podía verla. Su sufrimiento lo debilitaría, porque aunque ella aparentara, aunque se esforzara por mostrarse fuerte, serena, él sabría sin asomo de duda que todo sería una fachada. Y él, él tampoco podría fingir que no pasaba nada. No podría ser fuerte y mentirle diciendo que todo saldría bien, que no sucedería nada.

«Fue mejor así», se reafirmó en silencio, aun así, una pequeña parte de su ser le susurró la verdad: había cometido un error.

Dolida porque Terence la apartara, Candice se encerró en su habitación. No salió en toda la tarde. No comió, no bebió. Apenas durmió.

El día del juicio despertó con la sensación de que si no hacía algo, Terence sería condenado. Antonio le había prohibido acercarse otra vez a los dominios de Montero, seguramente alentado por Terence. Pero no le importaba, iría otra vez. Intentaría hablar con él antes de que lo llevaran al juzgado.

En el fuerte, el comandante estaba preparando todo para el traslado de Diego de la Vega. No quería errores por lo que coordinaría en persona todo el proceso. El juicio era a las tres de la tarde, el prisionero sería trasladado a la una y permanecería en la celda del juzgado hasta que fuese la hora de presentarse ante el juez.

Estaba estampando su sello en unos documentos cuando uno de los soldados le avisó que Sofía Andley estaba afuera, pidiendo ver a De la Vega. Dejó lo que estaba haciendo y se asomó al pasillo. Desde lejos la vio caminar con pasos cortos por la sala de espera, jugando con el bolsito que lleva en las manos.

«Quizá… será posible… no, es imposible, ¡no puede estar realmente enamorada de ese inútil!», pensó asombrado al ver la auténtica preocupación de la muchacha.

Susana había plantado la duda, días antes, cuando le echó la bronca por haber dejado que lo viera. Caminó hacia ella, dispuesto a comprobarlo de una vez. Si su hermana tenía razón, no valdría de nada que se deshiciera de Diego pues ella no querrá saber nada del verdugo de su prometido. Si resultara cierto, entonces tendría que cambiar su línea de acción.

—Señorita Andley, qué sorpresa verla —saludó sonriente.

La joven detuvo su nervioso andar y se giró a verlo.

Al comandante se le borró la sonrisa. La expresión y mirada de Sofía Andley destilaba odio puro. Ella siempre se mostró atenta, educada, incluso sonriente; esta vez no. Cualquier duda sobre los sentimientos de ella, se disolvieron bajo la fuerza de esa mirada.

—Quiero ver a Diego.

Ni buenas tardes ni por favor. No había rastro de la joven amable y de voz suave.

«Así que así serían las cosas ahora», murmuró en sus adentros el comandante.

—El prisionero no puede recibir visitas —respondió entonces, cortante, igualando su seco pedido.

Bandolero: Entre el deber y el amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora