Capítulo 8 parte 2

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El comandante Montero salió harto de la casa del gobernador. Le amarga tener que darle cuentas. El anterior gobernador era un inepto que manejaba a su gusto y modo, por lo que este cambio tan drástico, en la línea de mando, no es para nada bienvenido. Pero ni cien gobernadores le amargarán el día. Con una sonrisa satisfecha palpó, por encima de la tela, el bolsillo interior de su chaqueta. La orden de captura contra el Zorro.

«Pronto, muy pronto», sonrió, complacido por la perspectiva.

Un pequeño alboroto en una de las calles llamó su atención. Aguzó los ojos y al no vislumbrar nada de su interés -llámese zorro- decidió enviar al Capitán Rodríguez. Eso, cuando llegara al cuartel.

El llanto y los sollozos continuaban en el lugar cuando el Capitán Rodríguez, acompañado de sus soldados, llegó. Desde su montura barrió la zona con la mirada, y fue entonces que reparó en los hombres amarrados en la carreta.

- ¿Qué sucedió aquí? -Preguntó al aire. Nadie respondió-. Pregunté, ¿qué pasó aquí? -levantó la voz, autoritario, al no obtener respuesta inmediata.

-Trataron de robarse a los niños -respondió alguien, sin mostrar su identidad.

- ¡Llévenselos! -con un movimiento de cabeza señaló a los malhechores. Giró en su caballo, con la intención de irse al fuerte, pero una duda asaltó sus pensamientos-. ¿Quién los amarró? -inquirió mirando fijamente a las mujeres que, temblorosas, abrazaban a los niños.

-El Zo...

- ¡Nosotros! -respondió uno de los campesinos, evitando que uno de los pequeños revelara la verdad.

- ¡Vámonos! -azuzó su caballo, sabedor de que sus soldados le seguirían con los prisioneros.

En el centro de la ciudad, puesto por puesto, calle por calle, Tom buscaba a Candy. El día avanzaba y ni rastro de ella. La preocupación y angustia se hacía cada vez más grande.

«Tal vez volvió a la casa».

Dio vuelta para regresar, caminando lo más rápido que sus piernas le permitían. Con cada segundo que pasaba, el temor de que se encontrara en peligro, se apersonaba en un collage de imágenes mentales nada alentadoras. Fatigado pasó el umbral del portón que daba a la calle, cruzando a grandes zancadas el jardín, con la esperanza de que cuando entrara a la casa encontraría a su prima, deambulando por la casa, tramando correrías.

Galopando por los llanos, Terrence no estaba seguro de lo que acababa de suceder. No obstante, los brazos alrededor de su cintura le confirmaron la estupidez que había hecho.

¿Dónde quedó su resolución de alejarse de ella? ¿Dónde estaba ese héroe capaz de derrotar una decena de soldados? ¿Qué clase de hombre era para dejarse vencer por las suplicas de una mujer?

«¡Maldición! ¡Debí dejarla en el pueblo!»

Furioso consigo mismo apretó con fuerza las riendas.

«No puedo llevarla a la guarida. Y tampoco puedo dejarla en medio de la nada».

No había decidido que hacer cuando escuchó la voz de su dulce tormento.

-Die... quiero decir... señor Zorro -la joven titubeó al ser consiente que había estado a punto de llamarlo Diego. «Primero debes lograr que confíe en ti», se recordó.

«Aún cree que soy Diego», gimió él en su interior.

-Dejémoslo en Zorro, señor Zorro me hace sentir viejo -inclinó un poco el cuello a la izquierda, mostrando una sonrisa desenfadada que no concordaba con su preocupado corazón.

-Es muy valiente lo que haces -levantó la cabeza un poco, mirándole con sinceridad.

-Es mi trabajo -su voz se endureció al pensar en su lugar en el mundo, en su mundo.

Bandolero: Entre el deber y el amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora