Epílogo

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Madrid, 1819.

Candice, de pie frente al espejo de cuerpo entero, miraba su aspecto, indiferente. Desde ese fatídico día no era la misma. Atrás quedó la jovencita curiosa, deseosa de descubrir el mundo. A sus veintitrés años había vivido más que cualquier joven de su edad. El dolor y la culpa por haber perdido a su bandolero no la dejaban un solo momento. Día tras día le recordaba. Noche tras noche revivía en sueños el instante en que lo vio desplomarse con la herida de bala en su pecho.

Despertaba llamándolo a gritos.

Al principio los sirvientes se asustaban y corrían a verla; con el tiempo dejaron de hacerlo. Dorotea, su fiel amiga, quien abandonó su tierra para acompañarle, comenzó a dormir en la misma habitación. Un día mandó a meter un catre y lo colocó junto a su cama. Desde entonces ella se encargaba de sostenerla, de abrazarla mientras lágrima a lágrima reavivaba lo sucedido, reconstruyendo el rostro añorado tras sus párpados cerrados, evocando la mirada zafiro de su amado, rememorando sus besos; noche con noche invocaba las palabras de amor que tantas veces le susurró al oído; hasta que volvía a dormir, con el calor de su recuerdo arropándole el corazón.

Recién llegadas a la ciudad luego de más de un año de travesía, su tía la dejó a su aire. Permitiendo que viviera su duelo. Tolerando que se encerrara en la habitación y evitara socializar. Tan solo exigiendo que comiera y bebiera a sus horas, única condición de la anciana; y de lo cual se encargaba Dorotea. Sin embargo, ya han pasado ocho meses desde su vuelta y su tía empieza a presionarla para que salga de su enclaustramiento.

La llegada de Antonio pareció ser lo que la anciana esperaba para hacerla retomar su vida social. Arribó a Madrid hace cuatro días y su tía se apresuró a preparar un baile de bienvenida.

—Sofía, niña, ¡te estamos esperando! —Al otro lado de la puerta se escuchó la voz de doña Emilia.

—Vamos, tú puedes. Solo un par de horas y podrás regresar a tu miseria —murmuró a la mujer en el espejo. A la mujer al otro lado de la puerta le respondió—: Voy tía, solo tomaré mi máscara.

—Te espero abajo. —Escuchó los pasos de la anciana alejarse por el pasillo.

Un baile de máscaras. A su tía le había parecido una idea estupenda cuando Antonio se lo propuso. Realmente, cualquier cosa que su hermano dijera le parecería maravillosa.

Su hermano. Estaba contenta de verle, no obstante, no podía dejar de experimentar cierto rechazo hacia él. Se había puesto de lado del general, quitándole su apoyo en el momento más duro de su vida; cuando más le necesitó le dio la espalda. Con su ayuda habría conseguido despedirse de Terence. Aun así, cada vez que le hablaba o veía su sonriente rostro no conseguía deshacerse de la sensación de que le ocultaba algo; la manera en que rehuía su mirada... emitió un cansado suspiro y agitó un poco la cabeza. No era momento para esto, la celebración está por empezar y es su deber estar ahí para recibir a los invitados.

Fue por el antifaz, que la doncella le dejó en la mesita de tocador, y se apresuró a alcanzar a doña Emilia.

El salón del palacete Cortés de Altamira bullía de actividad. Los invitados comenzaban a llegar, las viandas listas, las flores y velas diseminadas por toda la estancia. El ambiente ideal para una velada que prometía.

Ataviada con un vestido azul oscuro y el rostro cubierto, Candice atendió los invitados al lado de la anciana. Habría preferido el negro, el color que le ha acompañado desde aquello, no obstante, doña Emilia no le permitió que usase ese color.

—Es tiempo de dejar el luto, Sofía. —Le dijo cuando vio sobre la cama el vestido que pensaba usar—. Debes volver a vivir, hija. —Y salió llevándose la prenda.

Bandolero: Entre el deber y el amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora