Montado en una hermosa yegua blanca, Terrence Alejandro Diego Luis de la Vega, cruzó el riachuelo que riega los campos de "Los Zafiros", hacienda propiedad de Don Alejandro de la Vega, su abuelo. Abuelo que de cara a la sociedad es su padre. A su progenitor no lo conoció y, por lo que sabe, no lo conocerá nunca.
Su madre, Eleonor de la Vega, quien para todo el mundo es su hermana mayor, no habla de su padre. La única vez que habló sobre él solo supo su nombre, Ricardo, y que había muerto sin saber que tendría un hijo. Pero él tiene su propia teoría en la que una joven, hermosa e inocente, es seducida por un infame que la deja embarazada antes de los dieciséis.
Su abuelo, bendito fuera, no la repudió. Hizo pasar a su nieto como su hijo y, dejando atrás una brillante carrera militar como general de los ejércitos del rey, abandonó la corte española. En América, lejos del escarnio social, iniciaron una nueva vida. Don Alejandro de la Vega dejó atrás el dolor de perder a su esposa y se volcó en cuidar de su hija y nieto.
Al ir creciendo, Diego comprendió la importancia de mantener el secreto. Sobre todo cuando, con catorce años, fue enviado a estudiar a España. Diego había demostrado aptitudes con la espada, elevando con eso las expectativas de su condecorado abuelo.
El paso de Diego en el Real Colegio de Artillería fue una decepción para Don Alejandro. Seis años después, cuando el muchacho, convertido en un hombre, regresó al hogar, informó a su abuelo que sólo había estado seis meses en el colegio. Tiempo que, según dijo, fue suficiente para darse cuenta que la milicia no era para él. En cambio había desarrollado amor por las letras y el teatro, dedicando su tiempo al estudio de las bellas artes. Admirador de las tragedias griegas y de Shakespeare, su abuelo no tuvo más remedio que aceptar que no tendría a quien dejar su legado militar.
Al salir de una curva del camino, Diego se topó de frente con su hogar. La casa grande, como le llaman los peones, está enclavada sobre una gran masa de rocas, erigiéndose guardiana de la llanura, un bastión en el cual refugiarse. Construida con piedra de cantera gris y rosa, es la más grande y elegante de la región.
Conforme se acercaba pudo distinguir a los trabajadores que se afanaban en sus labores, hombres trasladando bultos de cereales al granero, una mujer alimentando a las aves de corral; un elegante potro alazán, que era conducido por uno de los caballerangos, se metió en su campo de visión. Los vio dirigirse al campo de entrenamiento y, ante la perspectiva de amansar al magnífico ejemplar, la adrenalina fluyó en sus venas. Adrenalina que así como llegó se diluyó. No podía exponerse de esa forma, la ineptitud es su mejor coartada. Liberó un hondo suspiro y apretó los flancos de la yegua para incitarla a aumentar el ritmo.
Traspasó el umbral y se internó en el patio. La actividad que había visto minutos antes lo envolvió. Miró en derredor y unos metros adelante, en unas de las sillas del corredor, una guapa rubia leía un libro. Redirigió a la yegua hacia allá. La rubia, al escuchar el golpeteo de los cascos de la montura, despegó la vista de su lectura. La brillante sonrisa que le dedicó lo hizo sonreír de vuelta. Jaló las riendas y el equino se detuvo al momento. Un chiquillo llegó corriendo para sujetar las riendas mientras el desmontaba. Ya con ambos pies en el suelo agradeció al joven y se despidió de su yegua con par de suaves palmadas en el cuello.
-Hola madre -susurró cuando se inclinó a besar su mejilla.
- ¿Dónde te habías metido? Saliste muy temprano-Eleonor cerró el libro y se levantó.
-Fui a cabalgar un rato y llegué hasta la playa.
-No salgas solo, por favor, es peligroso.
No le gustó la preocupación que vislumbró en los ojos de su madre. La abrazó por los hombros y comenzó a caminar por el corredor con ella.
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Bandolero: Entre el deber y el amor
FanfictionCandice, acompañada de su tía y hermano, llega a la Nueva España. Lugar donde conoce a dos hombres, tan distintos y al mismo tiempo tan parecidos. Llegado el momento deberá escoger entre el bandolero enmascarado y arrogante que le roba el sentido, y...