Capítulo 19

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Tomás destapó la cantimplora y bebió un poco de agua. El sol abrasador lo deshidrataba igual que a las marchitas plantas que bordean el casi inexistente camino. Hacía días, semanas, meses, que se embarcó en esa travesía y no veía la hora de llegar. Escuchó el relinchido del caballo a su lado y, mientras tapaba el envase, observó al hombre de rubios cabellos que cabalgaba a la par suyo. Ni en sus más alocados sueños visualizó la situación en la que se encontraba en ese instante. Enganchó la garrafa a su cinto y tomó su maltrecho pañuelo para limpiarse la frente y las mejillas. El sudor no dejaba de escurrirle y el polvo del camino se le pegaba, provocando que costras de lodo embardunaran la antes blanquísima tela.

Detrás suyo, los hermanos Cornwall mantenían el paso en un mutismo poco común en ellos. Suponía que, por ser parientes directos, la impresión era mayor en ellos. El constante chocar de los cascos de los caballos, contra la árida tierra, era el único sonido que llevaba acompañándolos desde hacía semanas. Solo cuando el sol descendía y se detenían a pasar la noche en algún paraje, los murmullos del desierto se dejaban escuchar. Entonces la temperatura descendía, tanto que llegaba a extrañar el ardiente sol, o casi.

Con la mirada enfocó una colina en la lejanía, la cual le impedía ver si más allá estaba el pueblo donde repostarían víveres. Esperaba que fuera así puesto que lo que tenían no creía que alcanzara para más de dos o tres días. Un contingente como el suyo consumía más, mucho más, de lo que los Cornwall y él traían en un inicio.

Volvió a mirar al jinete junto a él y asintió con satisfacción; llevaban más de lo que necesitaban.

En Los Ángeles, los días iban pasando y la señorita Andley flotaba sobre una nube de dicha. Diego le visita todos los días, comportándose como el prometido atento y enamorado que es. Guardando las formas en todo momento, aguantando la mirada intimidatoria de doña Emilia quien, para sorpresa de Candice, no estaba feliz con el compromiso. La joven creyó que, al ser nieto de Don Alejandro, gran amigo de su tía, ésta vería con buenos ojos el enlace, más no fue así.

En el momento que Antonio le comunicó su decisión de aceptar la petición de matrimonio de Diego, su tía saltó del asiento y le increpó por haber cometido tamaña insensatez. El señor gobernador tuvo que ponerse firme y usar su posición como el hombre de la familia para hacerse valer. Ante lo cual doña Emilia, después de mascullar un "ya veremos", se había retirado.

Aun ahora, a dos días de su fiesta de compromiso, Candice no lograba entender la renuencia de su tía. Los De la Vega son una buena familia a la que, gracias a la impecable trayectoria militar de don Alejandro, se recuerda con estima en los altos círculos de la corte.

Con un suspiro de cansancio colocó en la cama el vestido que, con ayuda de la doncella, acababa de quitarse.

-Gracias, Luisa. Puedes retirarte.

Después de una silenciosa reverencia la joven desapareció por la puerta.

Vestida solo con una -casi transparente- camisola, se dirigió a la banqueta de su tocador y comenzó a retirar los pasadores que mantenían sus rebeldes cabellos en su lugar. Guedeja a guedeja sus rizos fueron aflojándose, descansando sobre sus hombros y espalda. Conforme el peinado iba deshaciéndose, con los dedos comenzó un lento masaje en la parte alta de la cabeza, donde el apretado moño estuvo anidado todo el día. El alivio que sintió le hizo cerrar los ojos, concentrándose en el consuelo que sus dedos daban a su dolorida coronilla.

-Déjame a mí.

La joven dibujó una sonrisa en sus labios y permitió que los enguantados dedos, que en ese instante comenzaban a presionar sobre su cabeza, mitigaran su dolor.

Terence, engalanado con su traje de Zorro, aspiró el suave aroma que el sedoso cabello desprendía. Había entrado con el sigilo que le caracterizaba, observándola desbaratar el severo peinado que durante el día le permitía observar a su antojo la tersura de cuello.

Bandolero: Entre el deber y el amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora