Capítulo 6

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Candice había amanecido inquieta. Hacía dos noches que el Zorro había irrumpido en su habitación, de la misma forma inesperada en que lo había hecho en su vida. El día anterior se había quedado todo el día en la casa, enclaustrada en la seguridad de la residencia.

En su interior primaban dos sentimientos. Ambos luchando con hacerse el primer lugar. Miedo y deseo. Ese primer día ganó el miedo y no asomó la cabeza a la calle ni por equivocación. Esa noche el pasador de la ventana estaba a tope. Y, por si acaso, colocó una de las pesadas sillas que tiene en su pequeño desayunador.

Hoy había ganado el deseo. Pero no esa clase de deseo que de seguro, algunas mentes pervertidas, podrían pensar. Es más bien anhelo. El ansia de otro encuentro. El anhelo de saber si sus recuerdos eran tales y no una fantasía.

Con los bríos renovados, se preparó para dar una vuelta por el mercado con Dorotea. La joven debía hacer las compras para el fin de semana y ella, decidida a no ser una miedica, se aprestó a acompañarla. Una actividad rutinaria que le permitiera distraer sus pensamientos del odioso enmascarado

Lejos estaba de imaginar que esa salida no tendría nada de común y mucho menos de rutinaria. Vestida con ropas sencillas, iguales a las de Dorotea, caminaron las pocas calles que separaban la casa del mercado.

Cada detalle de las casas y callejuelas del centro de la ciudad le arrancan una sonrisa. Durante la casi semana que lleva en Los Ángeles ha recorrido la ciudad con los ojos llenos de asombro y admiración. Siempre hay algo nuevo que descubrir, así que persuadió a Dorotea para que, antes de iniciar las compras, fueran a dar una vuelta por los alrededores.

Cuando una hora después, Candice le anunció a Dorotea que ya podían comenzar con las compras, la pobre mujer casi suspiró de alivio. Los pies la estaban matando, el cuerpo entero le exigía una cama o, por lo menos, una silla. Sus actividades comienzan al alba, cuando se levanta para echar a andar la casa, seguida de ochocientas vueltas en la cocina mientras se prepara el desayuno, otras mil vueltas supervisando la limpieza de las habitaciones y demás estancias de la casa; y, lo más arduo de todo, alcahuetear, quiero decir, acompañar a la señorita de la casa en sus salidas.

- ¿Qué es ese alboroto? -preguntó Candice a su acompañante, quien dirigió la mirada unos metros adelante, al final de la calle.

-No lo sé, señorita -contestó Dorotea, deteniéndose-, pero será mejor que demos un rodeo -le instó, señalando la calle aledaña que también conducía al mercado.

-Vamos a ver qué sucede.

Haciendo caso omiso a la sugerencia de Dorotea, la jaló del brazo, arrastrándola con ella hacia el tumulto de gente.

-No creo que sea buena idea, señorita. -La joven, mientras caminaba junto a la rubia, veía con creciente preocupación a las personas que, arremolinadas, hacían un cerco en derredor de algo.

Conforme se acercaban escucharon los sonidos que, metros atrás, eran ahogados por el bullicio propio de las calles. Intrigada, Candice apretó el paso, dispuesta a descubrir a qué se debían esos sonidos tan parecidos a quejidos.

Metiéndose entre la gente a punta de codazos llegó al frente del corrillo formado por, en su mayoría, mujeres.

En el centro, un hombre mayor, casi un anciano, con las manos y rodillas en el suelo, recibía en ese momento una patada en el pecho que le tiró de espaldas al suelo.

Bandolero: Entre el deber y el amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora