Capítulo 23

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—No puedo más Dorotea, tanta zozobra me está matando. —Candice se recostó en las piernas de la doncella, en busca de consuelo.

Estaban sentadas en el diván, a los pies de  la cama de la joven.

La noche había caído ya. La luna estaba en el firmamento rodeada de titilantes estrellas, iluminando la ciudad con sus tenues rayos. Fueron esos destellos los que alumbraron el camino del contingente que en ese momento acampaba a varios kilómetros de la ciudad.

La luna se alejó y el sol llegó, llamando con su potente chispa a un nuevo día.

En las primeras horas de la mañana, Antonio, Tomás y los hermanos Cornwall recién concluían su reunión nocturna.

Los recién llegados se fueron antes de que la casa despertara para evitar que supieran de su regreso.

Más tarde, bañado y afeitado, Antonio salió rumbo a la casa de gobierno, mucho antes de que las mujeres de la casa se hubiesen levantado.

***

Montero lo quería matar de hambre.

Los primeros dos días después del juicio no le dieron alimento alguno. Luego de que al tercer día de su cautiverio le dieran solo un mendrugo de pan, junto con un tazón de agua, intuyó por donde iban los tiros del comandante. Y cuando el menú se repitió los días posteriores, lo confirmó.

Sin embargo, no iba a darle el gusto de verlo morir de inanición y mucho menos de mendigar por comida. Comía el pan como si fuera un trozo de filete aderezado con las más finas hierbas. El agua la disfrutaba igual que al mejor vino.

Si no estaba en los huesos era gracias al sargento García y los potajes “levanta muertos” de su mujer. Los cuales el militar le llevaba a escondidas siempre que podía.

«Dos semanas».

Catorce días de gracia.

Y se le habían terminado.

Hoy era el día.

Echó un vistazo a la cubeta con agua que le llevaron. Estaba sucio y maloliente, igual que la celda. La barba la tenía crecida, descuidada. Su cabello era una maraña que le llegaba a la nuca. Y las uñas estaban llenas de mugre. Sí, necesitaba usar esa agua en él con urgencia. No alcanzaría para bañarse pero bastaría para quitar la suciedad más visible.

«Al menos moriré medio limpio», pensó tomando el trozo de jabón que le dejaron.

En la casa de gobierno, George y Antonio ultimaron detalles. Cuando la hora de continuar el proceso llegó, ellos ya estaba sentados en sus respectivos lugares.

—Para el caso contra Diego de la Vega, se reanuda la sesión. —El secretario finalizó el anuncio y tomó su lugar como escribiente de todo lo que acontecería en esa sala.

Candice miró a Terence con el corazón encogido. No lo estaban tratando bien. Estaba delgado, el rostro más afilado de lo normal, los pómulos resaltaban y tenía unas manchas violáceas bajo los ojos.

Un toque en su hombro desvió su atención al niño parado detrás. Le sonrió y devolvió la vista al frente, no obstante, el toque se repitió. Volvió a mirar y esta vez el chiquillo le hizo seña de que lo siguiera. Miró a los lados, en busca de los padres del menor pero nadie de los presentes parecía guardar relación con él.

Bandolero: Entre el deber y el amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora