Capítulo 5

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«¡Qué calor tan espantoso!», se quejó Candice en sus adentros, sin abrir los ojos.

Hacía un rato que se había levantado a abrir la ventana. Dorotea le había prohibido hacerlo, argumentando que cualquier animal podía meterse, pero el calor la había despertado, y eludiendo las advertencias de la joven, abrió una hoja del ventanal.

El fresco de la noche le había calmado mientras estuvo de pie frente a la ventana y, creyendo que podría dormir mejor, había vuelto a la cama. Error. La tela de las sábanas se le pegaba al cuerpo, el camisón se le enredaba, le estorbaba. Comenzó a dar vueltas, intentando encontrar la posición que le permitiera relajarse en los brazos de Morfeo. Por unos minutos casi lo consiguió. Pero alguien había abierto la puerta de su recamara, un pequeñísimo chirrido que no era fácil de detectar pero que ella conoce a la perfección. Cada vez que abre la puerta, el filo inferior de la puerta raspa ligeramente el marco. Escapista por naturaleza siempre está atenta al mínimo ruido que pueda delatarla, y encontró que si levantas un poco la puerta, evitas el roce, y también el ruido.

«Antonio y su costumbre de revisar si estoy durmiendo», se quejó en silencio.

Cuando la puerta volvió a cerrarse cambió de posición. Movió las piernas, dejándolas libres de la pegajosa sábana y del enredoso camisón. Sintió un poco de fresco en el pecho también. Seguramente se le había abierto el escote con el movimiento. En ese momento sintió que no estaba sola en la habitación. Había alguien más, y no era Antonio. Los latidos del corazón se le aceleraron, el calor se convirtió en un sudor frío. Armándose de valor abrió los ojos.

Una sombra. Una sombra estaba parada al pie de su cama. Aterrada abrió la boca para gritar por ayuda, pero sus palabras de auxilio murieron bajo la mano de la sombra.

-La bella durmiente se ha despertado -escuchó decir. Intentó liberarse, pero entonces el intruso se acercó más, invadiendo su espacio personal con su presencia-. Tranquila. No le haré daño -En ese momento lo reconoció.

«¡El Zorro!», gritó en su mente.

Quiso hablar pero la mano masculina le seguía obstruyendo la boca.

-Voy a retirar la mano -le dijo, con el rostro muy pegado al suyo-, y, por favor, no arme un escándalo. -Ella movió la cabeza afirmativamente y sintió que aflojó la presión en su boca.

-¡Está loco! ¡No puede estar aquí! -Saltó fuera de la cama en cuanto él se retiró un poco.

-¿No? ¿Quién lo dice? -Indolente, se recargó del poste del dosel de la cama.

-Es mi habitación, yo decido a quién invito y a quién le niego la entrada -irritada, elevó un poco la voz.

-Modérese, señorita pecas, no queremos despertar a sus familiares y que le encuentren en una situación comprometida con un desconocido. -Se retiró del poste y caminó, rodeando la cama.

-No se acerque. -Candice se sentía alterada. La presencia del enmascarado, su voz, y esa aura de peligro que desprende, le nublan la cordura.

-¿Por qué? -Se detuvo a escasos pasos de ella-, ¿me tiene miedo? -sonrió, cruzándose de brazos.

«Esa sonrisa, esa sonrisa se parece a la de Diego de la Vega», pensó sorprendida.

Agitó la cabeza, negando para sí. «Diego es un caballero educado. No un delincuente disfrazado», razonó, desechando sus pensamientos por absurdos.

-Deje de decir sandeces. -Candice miró a su alrededor buscando con la mirada su bata de dormir, la localizó a los pies de la cama. Decidida caminó los pocos pasos que la separaban de la prenda.

Bandolero: Entre el deber y el amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora