Capítulo 15

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Sentada en una de las bancas laterales de la alameda, con la vista fija en la entrada del palacio de gobierno, Aine esperaba ansiosa la salida de Antonio. Llegó cercana a la hora de la comida, con la esperanza de abordarlo en el momento en que se dirigiera a su casa, pero él no salió. Las manecillas del reloj de la fachada marcaban ya las cinco con diez; había perdido toda la tarde.

«Doña Clemencia ha de estar que se sube por las paredes», se tocó la frente con la mano derecha, preocupada por el trabajo que dejó tirado para poder ver al gobernador. «Gobernador», la palabra que doña Emilia tanto se empeñó en recalcarle el domingo anterior. Aine sintió que la cara le ardió de vergüenza ante el recuerdo.

La tía de Antonio la había mirado de arriba abajo, inspeccionando a detalle su aspecto con la misma repulsión con la que se mira un bicho que se desea aplastar bajo la suela del zapato. Y así se sintió ella, igual que una indeseable alimaña. Por eso, hizo una torpe reverencia y se retiró. No sin que antes doña Emilia le recordara "sutilmente" que su sobrino es el gobernador de la ciudad y, por tanto, es muy dado a ayudar a la personas en casos de necesidad, condoliéndose de sus precarias situaciones.

Volvió a checar el reloj.

-Cinco con veinte -murmuró abatida. Miró a su alrededor, la alameda comenzaría a vaciarse en pocos minutos, los venduteros ya empezaban a guardar sus productos y la gente que paseaba también empezaba a retirarse-. Una tarde perdida -dijo al momento que se levantaba de la banca.

En su despacho, Antonio, por tercera vez, intentaba cortar la plática de don Servando. Sin embargo, el señor Márquez Sainz insistía en hablar sobre la guerra de independencia que se está librando en el virreinato. Echó una mirada de reojo a su izquierda, donde el reloj que reposa en una repisa marca casi las seis de la tarde.

«No llegaré a tiempo», pensó frustrado, don Servando le había malogrado sus planes de esperar a la señorita Foley en el portal del taller de la señora De Córdoba.

-Antonio, la cita de las seis ha llegado. -George apareció en el umbral y, cual caballero de brillante armadura, lo rescató de las garras del señor Márquez Sainz.

- ¡Las seis de la tarde! -Don Servando se levantó con esfuerzo, sus casi setenta años de vida no le permitían hacerlo con la agilidad de antaño-. El tiempo ha pasado volando -dijo estirando la mano para despedirse del gobernador que, detrás de su escritorio, extendía la suya.

-Sí, volando. -Antonio le dio un firme apretón antes de soltar la mano que le estrechaba-. Le acompaño a la puerta. -Rodeó su escritorio y caminó a la par que el anciano, ajustando su larga zancada a los pasos cortos e inestables del Don.

Apenas el señor Márquez Sainz se perdió tras la puerta, regresó con rapidez y tomó el maletín de cuero en el que transporta sus documentos, metiendo los que ocuparía para trabajar en su casa.

Desde la puerta, George observaba los movimientos bruscos y nerviosos de su jefe. Las esquinas de su boca temblaron ligeramente en un amago de sonrisa.

-Me voy. -El gobernador, con maletín en mano, se paró junto a su hombre de confianza-. Mañana temprano vemos los preparativos para la llegada del general -murmuró sin mirarle, entretenido en cerrar los broches.

-Se avistó un barco hace un par de horas. -Le informó George, manteniendo su fachada de seriedad.

-¿Un barco? -Contestó distraído-. Creí que se esperaba su llegada para la siguiente semana. -Cerró con éxito los broches del maletín y levantó la cabeza.

-Probablemente los vientos les fueron favorables, anticipando su arribo. -George abrió la puerta e hizo un ademán para que el gobernador saliera primero y después cerró tras de sí.

Bandolero: Entre el deber y el amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora