Capítulo 9

612 64 23
                                    

El tímido titilar de las candilejas tenía toda la atención de Candice. Y no es que fueran de colores extraños o crearan formas interesantes. No, nada de eso. Las estaba viendo para no mirar directamente al comandante Montero y así poder aguantarse las ganas de decirle cuatro frescas.

Ese día, el de la bendita ceremonia de posesión, Montero llegó a la casona Andley mucho antes que todos los invitados. Para revisar ciertos detalles con Antonio, según dijo.

Y por fin habían sido presentados. Para desgracia de ella y deleite del comandante. Quien no ha tenido reparos en galantear con ella, alabando su belleza y modales.

- ¡Cuánto deben estar sufriendo en España sin el placer de su belleza! -le había dicho, en un tono tan empalagoso, que le recordó a los pomposos cortesanos que están siempre lisonjeando al rey.

«¡Zalamero!», pensó fastidiada de su presencia.

Por fortuna para ella, como es su costumbre, la señora Emilia no se le ha despegado ni un segundo.

« ¡Quien me iba a decir que, algún día, estaría agradecida de la rígida vigilancia de tía Emilia!», se mofó sonriendo con disimulo.

La campanita que anuncia que alguien está solicitando la entrada a la casa, repiqueteó un par de veces. Estuvo tentada de levantarse, de su lugar junto a su tía, para ir a abrir ella misma y así librarse, siquiera por unos minutos, de la molesta presencia del militar. Desde hace horas que no se le despega. Si bien él acompañó a Antonio al inicio de la velada, presentándole a todo aquél que debía ser presentado, ahora no deja que nada lo aparte de su posición junto a ella y doña Emilia.

Desvió la mirada de las candilejas hacia el cielo estrellado. La luz de las farolas ensombrecía la visión del firmamento pero pudo atisbar el constante centellar de un lucero.

La noche estaba fresca, óptima para una pequeña fiesta. Si a doscientos invitados se les puede considerar pequeño. La señora Emilia había estado muy disgustada cuando, dos días atrás, Antonio le comunicó que se esperaba la llegada de los presidentes municipales así como de los distintos comandantes y jueces del estado de Alta California. Y es que, cuando el gobernador les había comunicado el traslado a América, casi siente meses atrás, no les había aclarado que la ciudad a la que iban era solo la capital del estado, y que su responsabilidad va más allá de los límites de Nuestra Señora de Los Ángeles; su responsabilidad comprende todo Alta California.

Doña Emilia, como era de esperar, enloqueció con los preparativos de última hora. Con ayuda de Eleonor había logrado superar el escollo, iniciando con la capacidad del salón de la casona; suficiente para los ochenta invitados que habían calculado, pero demasiado pequeño para doscientas.

A Candice le había gustado el cambio. El jardín de la casa es lo bastante grande para que los invitados departan tranquilamente, libres del calor y el amotinamiento propios de los salones de baile. Las mesas con los bocadillos, pegadas a la barda que delimita la propiedad, en ambos extremos del jardín, están bien surtidas.

Miró a las doncellas, arregladas pulcramente, caminado entre quienes vinieron a conocer y honrar al nuevo gobernador. Siguió recorriendo el lugar con la mirada, observando las mesas y sillas de jardín que Eleonor de la Vega había enviado; sin embargo, la mayoría de los invitados estaban de pie.

Hacía rato que la ceremonia había pasado. Se llevó acabo en el Palacio de Gobierno, donde Antonio había dado un emotivo discurso sobre la honestidad y su deseo de traer prosperidad a Alta California. Luego de la ceremonia, regresaron a la casa para recibir a los invitados que, de a poco, habían ido llegando. Ahora el jardín se hallaba poblado de hombres con trajes elegantes y mujeres engalanadas en vistosos ropajes, si bien la mayoría de los modelos hacía tiempo que pasaron de moda en España. Algunos riendo, otros con las cabezas juntas, cuchicheando. Puso atención y el murmullo de las conversaciones se magnificó, recordándole al bullicio propio de los rezos en los funerales, donde no entendía ni una palabra de lo que se decía.

Bandolero: Entre el deber y el amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora