Esa mañana, mientras el carruaje traqueteaba por el camino a Los Zafiros, Candice sentía que el sol brillaba más que nunca. Que el trino de las aves era más alegre y que los colores de las flores eran más vibrantes. Más. Todo en ese día era más que antes. Más radiante, más armónico, más fragante. Y también, ese día, ella era más feliz.
La noche anterior, Terrence sí fue. Pese a que no se lo había confirmado, ella aguardó, con el alma en vilo, a que la actividad en la casa cesara. A que el momento, en que él pudiera colarse por su balcón, llegara. Incluso colocó una mesita y un par de sillas en el balcón, con el pretexto de que quería merendar ahí. Y cuando Dorotea le preguntó si podían meter los muebles, le dijo que al día siguiente también desayunaría fuera, así que no tenía caso quitarlos.
Y ahí, sentada en una de las sillas, acompañada por el cantar de los grillos, iluminada por la tenue luna de noviembre, lo esperó. Y él llegó.
-¡Por fin! -La voz de su tía se interpuso a sus recuerdos, quien estaba aliviada de que el trayecto hubiese terminado; sus viejos huesos resienten los tumbos que dan durante todo el camino.
Dejó de mirar por la ventanilla, se enderezó en el asiento y acomodó su sombrero para estar presentable cuando don Alejandro les ayudara a bajar del carruaje.
Pero no fue don Alejandro quien tomó su mano. Los firmes dedos de Diego fueron los que rodearon los suyos. La sensación, tan agradable y familiar que la recorrió, la sorprendió.
Unas cuantas palabras de cortesía después, se dirigieron al interior de la casa. Ese día ayudarían a Eleonor a organizar las donaciones en especie que han recibido. La mayor parte es ropa de todo tipo para las familias que están refugiadas en la hacienda.
Al llegar al salón donde pasarían el día, vieron que Eleonor ya estaba separando las prendas por tamaños.
Diego se despidió y ellas enseguida se pusieron a trabajar.
Mientras ordenaba los pantalones, Candice no podía dejar de pensar en Diego. En él y las sensaciones que le provocaba.
«No tiene importancia, ya no siento nada por él. Es la sorpresa, sí, solo eso», se dijo.
No obstante, se sentía inquieta. Su día, que se auguraba radiante, estaba nublándose.
En su habitación, Diego casi hacía una zanja, caminaba de un lado a otro, desesperado. Tiene a Candice bajo el mismo techo y no puede hacer nada, salvo mirarla de lejos.
Se siente como cuando, de niño, se quedaba sentado mirando el postre del día. Viendo y deseando, sabiendo lo que se está perdiendo -porque conoce perfectamente el sabor- y queriendo devorarlo entero.
«Ver y desear. ¡Qué cosa más horrible!», se lamentó en sus adentros.
De repente se le ocurrió que si ella supiera la verdad sobre el Zorro y él, estas visitas serían distintas. Porque entonces aprovecharía cada momento, y cada rincón, para robarle todos los besos que quisiera. Pero dado que no es el caso, deberá conformarse con unas cuantas miradas ocultas.
«¡Y ni siquiera correspondidas! Apenas y me prestó atención hace un momento».
Pateó el suelo y agredió una imaginaria piedra, igual que hacía de niño para descargar la frustración.
-¡Diego! -El pequeño Alejandro entró sin tocar, exaltado.
-¿Qué sucede, Ale? ¿Dónde es la quemazón? -preguntó al tiempo que elevaba la ceja izquierda.
-¡He visto a la muchacha más bonita de toda la galatzia!
Terry rio, agitando la cabeza en el proceso. Las últimas lecciones de Alejandro -sobre los planetas, el sistema solar y el universo-, lo tienen usando, a todas horas, esas palabras recién aprendidas.
ESTÁS LEYENDO
Bandolero: Entre el deber y el amor
Fiksi PenggemarCandice, acompañada de su tía y hermano, llega a la Nueva España. Lugar donde conoce a dos hombres, tan distintos y al mismo tiempo tan parecidos. Llegado el momento deberá escoger entre el bandolero enmascarado y arrogante que le roba el sentido, y...