Capítulo 27.

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Miré a Paul, incrédulo por la petición que acababa de hacerme. Creía que en cualquier momento se echaría a reír y diría que había sido una broma, pero este permanecía con el rostro sereno en espera de que entrara.

    —No voy a entrar— dije firmemente. Paul negó con la cabeza —Tienes que entrar, de eso se trata el juego— me crucé de brazos —Te dije que no negociaría tu libertad— refute.

    —Y no lo estás haciendo, solo vas a entrar a la celda. Estoy harto de tener que hablarte a través de la reja— algo en mi interior se sintió complacido por las palabras de Paul, pero aún estaba convencido de entrar a su celda.

   Y lo peor es que no se trataba de un miedo a que me hiciera algo, yo era más fuerte que él, así que cualquier movimiento sospechoso que hiciera Paul podría partirlo en pedacitos, aunque sabía que no lo intentaría. No, yo tenía miedo de él, de la proximidad que tendríamos en cuanto cerrara la puerta de la celda tras de mi, pero ese miedo era excitante, así que no lo pensé más y tomé las llaves que colgaban de un clavo, justo enfrente de la jaula de Paul.

   Mientras giraba la llave, Paul puso su mano sobre la mía y llevó su mano a sus labios para indicarme que no hiciera ruido. Nos quedamos en silencio hasta que noté que era lo que Paul quería escuchar: unos murmullos provenientes de algún lugar del barco.

    —¡Oh! ¡Dios!— fue lo primero que logré escuchar de las tuberías. Paul comenzó a apretar los labios ahogando una carcajada —No pares— volvió a escucharse. Rápidamente entendí que se trataban de gemidos de algunos de los hombres en alguna parte. Paul me miró a los ojos y ambos comenzamos a reírnos frenéticamente.

    Eso había sido incómodo, pero a la vez había relajado el ambiente gradualmente.

    Ambos nos olvidamos un momento de los gemidos provenientes de las tuberías y volvimos a lo nuestro. Giré la llave, que produjo un pequeño chasquido, y después abrí la puerta que chirrío un poco, delatando que pocas veces era abierta.

    —Si intentas algo te rebanaré como pan— le advertí a Paul, colgando las llaves en el cinturón donde colgaba mi espada —Ya te dije que no voy a hacer nada— Paul se puso de pie para recibirme, algo demasiado educado, y yo cerré la puerta detrás de mi.

    La celda era demasiado pequeña para dos personas, había sido diseñada exclusivamente para llevar a un prisionero, además de que con la hamaca de Paul el espacio se acortaba. Noté que mi capa estaba prolijamente doblada y colocada sobre un balde que debería de contener agua, pero en cambio estaba de cabeza y tenía ahí una lámpara y la camisa que le había enviado a Paul el día de la tormenta.

   Dejé de inspeccionar la celda y miré hacia donde Paul se encontraba, a menos de medio metro de mi. Era extraño estar frente a él sin una celda de por medio, pero eso no me impidió notar que Paul era solo un poco más bajo que yo, pero sospechaba que eso se debía al tacón de mis botas. Este olía a limpio, cualidad que muy pocas personas en el barco podían adquirir. Este sonrió y me extendió la mano, que tomé un poco dudoso.

   —Te invito a sentarte, mi paja es muy cómoda— le di un pequeño golpe en el hombro por el doble sentido de su oración y me tiré en el piso y acomodé mi espalda en la pared, adoptando la posición en la que tantas veces encontré a Paul.

   Este se colocó frente a mi y lanzó los dados de nuevo, obteniendo un tres y un cinco. Volvió a resonar un gemido por todo el calabozo, solo que esta vez sonaba más agudo y suplicante, lo que hizo que Paul rodara los ojos —¿Es enserio? ¿Quién gime así?— se preguntó Paul, dándose un golpe en la cabeza con los dados. Reí un poco, intentando ignorar los gemidos agudos que provenían de algún lugar del barco —Seguro le están dando muy duro— dije sin pensar, haciendo que Paul riera.

Captive [McLennon]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora