Capítulo 53.

844 175 69
                                    

Tardamos tres días más en llegar a Londres. Al parecer se corrió la noticia de nuestro fracaso por todo el país, porque en cuanto nos vieron aparecer, comenzaron con los abucheos. Nos arrojaban fruta, en el peor de los casos, y en el peor nos arrojaban piedras. Los guardias no hacían nada por detener a los ciudadanos, por lo que terminamos completamente golpeados y sangrados cuando llegamos al palacio. 

    Nos arrojaron a celdas debajo de tierra, sin siquiera darnos comida o un poco de agua. Tuve suerte de que nos dividieran por clases sociales, de lo contrario, los marinos me hubieran despellejado por haberlos llevado a ese matadero sin piedad. 

    —La audiencia con la reina será en dos días— nos informó un guardia al segundo día que llevábamos en los calabozos, sin ver la luz del sol y comiendo exclusivamente avena de dudosa procedencia y agua sucia. Todos teníamos ojeras tan negras y largas que parecía que llevábamos años ahí, además de que había pasado un poco más de una semana que ninguno de nosotros se bañaba o afeitaba, lo que nos hacía lucir aún peor. 

    En los calabozos comencé a perder el sentido del tiempo. Al estar bajo tierra, era claro que no recibíamos luz del sol, así que nunca podía saber si era de día o de noche, cuantas horas habían pasado desde que nos habían llevado la última comida o cuando sería el día que tendríamos que hablar con la reina. 

    Finalmente, cuando los hombres habían comenzado a deslizarse lentamente hacia la locura, aparecieron al menos diez guardias con antorchas por el pasillo. Se acercaron a mi celda y la abrieron —Hora de hablar con la reina— nos informó uno de estos hombres, atándonos de las muñecas y arrojándonos fuera de la celda. 

    Solo sacaron al contramaestre, al maestre, a Stuart y a mi. El resto de la tripulación se quedó encerrada. 

    Los primeros rayos de sol que me golpearon en la cara me aturdieron, me tomó un poco adaptarme a la luz, pero finalmente vi con claridad. Nos condujeron por pasillos que parecían ser exclusivos para los esclavos y nos llevaron hasta una habitación nada lujosa y cerrada, donde era obvio que la reina no se encontraba. 

    —Tienen cinco minutos para bañarse y quitarse esos harapos, la reina no quiere ver a un montón de ratas sucias, así que muévanse— nos empujaron hasta el interior de la habitación, que resultaron ser unos baños; arrojaron un par de prendas limpias al interior y posteriormente cerraron la puerta para intentar fingir que teníamos privacidad. 

    Supe que eran los baños de los esclavos por los garrotes que pendían del techo, además de que no había ventanas. Solo un pequeño tragaluz era toda la decoración, que iluminaba tenuemente las aguas que estaban en los baldes de madera. Todos nos abalanzamos a limpiarnos de inmediato. 

    El agua que caía de nuestros cuerpos estaba completamente gris, pero poco a poco se fue aclarando. Nos quitamos la ropa sin mucho pudor y de inmediato tomamos la ropa limpia que nos habían arrojado al interior de los baños. 

    —No puedo esperar a salir de esta maldita jaula— me dijo Stuart mientras se colocaba una camisa limpia. No pude más que sonreír tenuemente. Stuart iba a quedar libre, y yo tendría que quedarme en el palacio quien sabe cuantos días más antes de que fuera mi ejecución. 

    —Explícale todo a mis tíos, Stuart. Por favor— le pedí a mi amigo, justo cuando el guardia gritaba de mal humor: —¡Un minuto!—. Mi amigo me miró y asintió. Terminé de vestirme justo a tiempo, antes de que los guardias entraran y comenzaran a arrastrarnos hacia afuera de nuevo. Mi cabello estaba ya demasiado largo, cubría buena parte de mis ojos, por lo que no podía ver en qué dirección nos estaban llevando. La última vez que había cortado mi cabello había sido en el nuevo mundo, y de hecho Paul era quien lo había cortado, justo después de que estuviéramos besándonos y uno de mis mechones se colara entre nuestras bocas. 

    Recordar a Paul riéndose mientras se separaba de mis labios era aún más doloroso que recordar al verdadero Paul: el pirata renegado que siempre me esperaba en una celda, sin mucho ánimo de charlar. 

    Un par de enormes puertas se abrieron ante mi. Nunca antes había entrado a la sala del trono de la reina, pero sí sabía qué debía de hacer si algún día entraba, por lo que en cuanto llegamos a una distancia prudente de nuestra líder, los cuatro nos pusimos de rodillas y bajamos la cabeza, en espera de que la reina hablara.

    —Capitán Lennon— me llamó. Levanté la vista y me puse de pie. Sinceramente estaba nervioso, sabía qué era lo que tenía que decir, pero al restar frente al trono de oro de la reina y su mirada implacable comencé a dudar si el plan funcionaría. —Me gustaría saber porqué ha fallado la misión— su voz intentaba sonar tranquila, pero sin duda estaba molesta. 

    —Logramos llegar al nuevo mundo, alteza. Todos los hombres a mi cargo pueden atestiguar los árboles, las montañas y los salvajes que habitan en ellas, le aseguro que ninguna concepción es distinta a la otra. Incluso podrán describirle qué tan brutales modos de asesinar tienen los salvajes, que han cobrado la vida de poco más de la mitad de los hombres que me encomendó— la reina hizo una mueca extraña con la boca, que se fue tan rápido como llegó —¿Es eso cierto, primer oficial?— 

    Stuart se puso de pie y rápidamente confirmó: —Estuvimos en esas tierras, alteza. Son tal y cómo describen los españoles, a excepción de que el oro no abunda ahí— la reina entornó los ojos —¿Y por eso es por lo que no han traído ninguna prueba de sus palabras?

    —Tomamos un tesoro que basaba en cosas valiosas para los salvajes, ellos mismos nos lo ofrendaron después de que yo...— recordé la sangre de es niño, del cual incluso ya había olvidado el nombre. Y recordé que él único motivo por el que lo había asesinado era para que Paul no perdiera a su hermano, el otro traidor. —Después de que yo asesinara a un niño salvaje— concluí. 

    —Creímos que llegaríamos aquí con buenas nuevas, majestad, pero tuvimos un incidente poco antes de poder arribar al puerto— explicó el contramaestre, poniéndose de pie, incluso sin el permiso de la reina, que ya estaba roja de la furia. Con una seña de su mano, uno de los guardias tomó al contramaestre y lo arrastró fuera de la habitación, seguramente para matarlo por el atrevimiento. Pasé saliva. 

    La reina no iba a tener clemencia, eso era claro. 

    —¿Y cuales fueron los problemas?— susurró agudamente, apretando la mano contra su trono, intentando liberar tensión. 

    —Piratas, majestad— susurró el maestre Swan, sin levantar la vista y sin moverse ni un centímetro de donde se encontraba, lo que sin duda le salvó la vida. La reina indicó a los guardias que lo pusieran de pie y eso hicieron. El maestre estaba temblando. 

    —Habla— ordenó la reina.

    —Tenía pocos días de que hubiéramos zarpado del puerto cuando nos topamos con un barco pirata. El capitán ordenó atacar y eso hicimos. Destrozamos el barco hasta reducirlo a cenizas, pero no a todos los piratas. Cinco de ellos quedaron con vida, y el capitán les perdonó la vida y dejó que abordaran la nave junto con nosotros. Uno de ellos fue encerrado en las celdas, y ese mismo pirata era el que el capitán visitaba todas las noches, y él mismo fue el que nos robó todo poco antes de llegar aquí— explicó el maestre, sin quitar una pequeña sonrisa perversa de su rostro. 

    La reina esta vez sí lucía molesta, y no intentaba disimularlo. 

    —¿Me está diciendo que todo mi tesoro fue robado por las bajas pasiones un capitán incompetente?— el maestre asintió e hizo una reverencia —Si me permite comentar esto, majestad. Yo mismo le pedí al capitán un poco más de seriedad, pero él se negó.— 

    La reina miró a Stuart, y supe que ese era su momento de hablar. Este me miró con pesar antes de comenzar a ensayar las líneas que habíamos acordado —Conozco al capitán Lennon desde que ambos éramos un par de niños, y aún así nunca intentó escucharme. Estaba vuelto loco por el pirata. Ambos yacieron juntos.— eso fue suficiente. Los guardias sacaron sus espadas y me apuntaron directamente a la espalda. 

    —¡Traidor! ¡Mátenlo!— ordenó la reina, poniéndose de pie de su trono y perdiendo los cabales completamente. 

   Las puertas del salón fueron abiertas de par en par, creando una resonancia que me impidió escuchar un segundo, y al segundo siguiente, el grito de alguien: —¡Alto!

Captive [McLennon]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora